España (nombre oficial, Reino de
España), monarquía parlamentaria de Europa suroccidental que ocupa la mayor
parte de la península Ibérica; limita al norte con el mar Cantábrico, Francia y
Andorra; al este con el mar Mediterráneo; al sur con el mar Mediterráneo y el
océano Atlántico y al oeste con Portugal y el océano Atlántico. La dependencia
británica de Gibraltar está situada en el extremo meridional de España. Las
Islas Baleares, en el Mediterráneo, y Canarias, en el océano Atlántico, frente
a las costas del Sahara Occidental y Marruecos, constituyen las dos comunidades
autónomas insulares de España. También son parte integrante del Estado español,
aunque estén situadas en territorio africano, las ciudades autónomas de Ceuta y
Melilla, así como tres grupos de islas cerca de África: el Peñón de Vélez de la
Gomera, el Peñón de Alhucemas y Chafarinas. La extensión de España, incluidos
los territorios africanos e insulares, es de 505.990 km². Madrid es la capital
y la principal ciudad del país.
2
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TERRITORIO Y
RECURSOS
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España ocupa el 85% de la península
Ibérica y está rodeada de agua por casi el 88% de su perímetro; su costa
mediterránea mide unos 1.660 km de largo y la atlántica unos 710 km.
La amplia y continua cadena montañosa de los Pirineos, que se extiende a lo
largo de 435 km desde el golfo de Vizcaya hasta el mar Mediterráneo, forma
frontera natural con Francia, al norte; en el extremo sur, el estrecho de
Gibraltar separa la península y el norte de África solo unos pocos kilómetros.
La característica topográfica más importante
de España es la gran planicie central, poco arbolada, llamada meseta Central,
que tiene una inclinación general descendente de norte a sur y de este a oeste,
con una altitud media de unos 610 m. La Meseta se encuentra dividida en una
sección septentrional (submeseta Norte) y otra meridional (submeseta Sur) por
una cadena montañosa, el sistema Central, del que forman parte las sierras de
Gredos y de Guadarrama. Los montes de Toledo se extienden por la submeseta Sur
y presentan cimas de escasa altitud.
Otras cadenas montañosas, como la cordillera
Cantábrica, al norte, el sistema Ibérico, al este, sierra Morena, al sur, y el
macizo Galaico, al noroeste, constituyen los rebordes de la Meseta y la separan
de la orla cantábrica y Galicia, el valle del Ebro y la llanura levantina y del
valle del Guadalquivir, respectivamente. Entre muchas de estas montañas se
abren valles estrechos drenados por ríos rápidos, afluentes de otros mayores,
como el Lozoya, el Sil, el Jerte o el Jiloca.
Las cordilleras Costeras catalanas, en el
noreste, y las sierras o sistemas Béticos, al sur, ambas exteriores a la
Meseta, completan la serie de cordilleras importantes de la península. Las
cumbres más elevadas de la península Ibérica son el pico de Aneto (3.404 m) en
los Pirineos aragoneses y el Mulhacén (3.477 m) en sierra Nevada, en el sur de
España. El punto más elevado de todo el territorio español es el pico del Teide
(3.718 m), situado en la isla canaria de Tenerife.
La llanura costera es estrecha, salvo
en la costa levantina y en el golfo de Cádiz; no suele medir más de 32 km
de anchura, y en muchas áreas está quebrada por montañas que descienden
abruptamente hasta el mar formando acantilados y calas, como en la Costa Brava.
El litoral septentrional y gallego presenta varios puertos destacados en el
fondo de abrigadas rías.
2.1
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Ríos
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Gran parte de los principales ríos
de España discurren hacia el oeste y suroeste para desembocar en el océano
Atlántico: el Duero, el Miño, el Tajo y el Guadiana, que nacen en territorio
español y fluyen a través de Portugal —o constituyen la línea fronteriza con
este país—. El Guadalquivir, que atraviesa una fértil depresión en el sur,
también pertenece a la vertiente atlántica y es el único río navegable, aunque
sólo para barcos de poco calado y en sus últimos 100 km, desde Sevilla hasta su
desembocadura en el Atlántico. El Ebro, el más caudaloso y largo de España,
discurre en dirección contraria, noroeste-sureste, y pertenece a la vertiente
mediterránea. La mayor parte de los ríos españoles son poco caudalosos y por
tanto no aptos para la navegación interior, aunque se utilizan ampliamente para
regadío y, en sus cursos alto y medio, tienen un importante aprovechamiento
hidroeléctrico. Los ríos de la vertiente cantábrica, como el Nervión, el Sella
y el Nalón, son cortos y de régimen regular. Entre los principales embalses y
presas destacan La Serena y Alqueva, ambas en tierras extremeñas.
2.2
|
Clima
|
El clima de España es predominantemente
mediterráneo. Se caracteriza por inviernos templados y veranos muy calurosos,
salvo en el interior o las montañas, donde las temperaturas son más extremas.
Las precipitaciones en estas zonas son, por lo general, insuficientes, y se
sufren sequías periódicas. La mayor parte de España recibe menos de 610 mm de
precipitaciones anuales; las regiones montañosas del norte y centro son más
húmedas. A lo largo de las costas del mar Cantábrico y del océano Atlántico el
clima es oceánico, húmedo y templado. La meseta Central tiene un clima
mediterráneo continentalizado o de interior, con unos veranos áridos (las
temperaturas pueden superar los 40 °C) y unos inviernos muy fríos, con
frecuentes nevadas. Las islas Canarias poseen un clima subtropical, cálido todo
el año y con precipitaciones escasas; Santa Cruz de Tenerife tiene 17 ºC
de temperatura media en enero. Málaga también tiene uno de los inviernos más
suaves de Europa, con 12,5 ºC de temperatura media mensual en enero.
2.3
|
Flora y fauna
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Algo menos de un tercio de España
es superficie forestal, mantenida gracias a numerosas repoblaciones. En el
norte, más húmedo y fresco, predominan la vegetación caducifolia, los prados y
pastos, y el paisaje siempre verde. En el sur, más seco y cálido, abundan las
especies perennifolias y los matorrales y plantas aromáticas. Los árboles de
hoja perenne más comunes son la encina, en las zonas bajas, y el pino, en las
montañosas; el alcornoque, del cual se puede extraer corcho cada diez años,
también es abundante y crece principalmente en Extremadura y Girona. Entre las
especies de hoja caduca destacan el olmo, el haya, el roble, la sabina, el
eucalipto y el castaño. Junto a los cursos fluviales aparece la vegetación de
ribera. El esparto, que se utiliza para la fabricación de papel y distintos
productos de fibras, crece de manera natural en las zonas áridas del sur y
sureste. La dehesa se extiende por la zonas de clima mediterráneo
continentalizado.
La fauna española, una de las más
variadas del continente europeo, comprende especies como el lobo, oso, lince,
gato montés, zorro, jabalí, cabra montés, ciervo y liebres. Las aves son
abundantes, con numerosas especies de rapaces, como águilas, buitres,
alimoches, quebrantahuesos, halcones, azores, búhos y lechuzas, así como
grullas, avutardas, flamencos, garzas y patos. Abundan también los insectos. En
los arroyos y lagos de montaña son frecuentes peces como el barbo, la tenca y
la trucha.
2.4
|
Suelos
|
Aunque, como en otros aspectos físicos
o biogeográficos, es la heterogeneidad lo que predomina en los suelos
españoles, en general no suelen ser los más aptos para un aprovechamiento
agrario adecuado y necesitan un cuidadoso cultivo y sistemas de regadío. Por
otra parte, cuando estos suelos son suficientemente ricos y profundos, pueden
ver limitadas sus posibilidades por otras variables geográficas: las fuertes
pendientes hacen que aparezca la roca al desnudo y la extremada aridez deja
unos suelos esqueléticos y sin casi cobertera vegetal en áreas como el sureste
y zonas del valle del Ebro. En general, encontramos suelos ricos y aptos para
la agricultura en la llamada Iberia arcillosa, en el valle del Guadalquivir,
centro del valle del Duero, llanura levantina y lecho de inundación de ríos
como el Ebro y el Tajo, mientras que en las zonas de la Iberia silícea o caliza
raramente encontramos buenos suelos. En Canarias el contraste es aún mayor,
entre los fértiles suelos sobre las cenizas volcánicas (valle de La Orotava) y
la desolación del malpaís (Lanzarote).
2.5
|
Temas
medioambientales
|
La tierra básicamente montañosa y semiárida
de España alberga más de 5.000 especies vegetales diferentes. Los bosques
cubren el 35,4% (2005) del país, aunque estas cifras incluyen formaciones de
pinos y eucaliptos plantados para estabilizar el suelo o para aprovechar su
pulpa, utilizada en la fabricación de papel. La tierra agrícola comprende el
37,3% del país. Entre las áreas protegidas de España hay parques nacionales,
parques naturales y regionales, reservas marítimas, y otros sitios con diversas
figuras de calificación, que en conjunto representan un total de 7,8% (2007)
del territorio. Se puede destacar Doñana, Aigüestortes i Estany de Sant
Maurici, Sierra Nevada, Ordesa y Monte Perdido, Cabañeros, Archipiélago de
Cabrera, Islas Atlánticas de Galicia, Picos de Europa, Timanfaya, Tablas de
Daimiel, Caldera de Taburiente, y muchos otros.
España se enfrenta a numerosas
amenazas medioambientales. La deforestación, la erosión y la contaminación de
los ríos son las principales preocupaciones. Otros problemas son la intrusión
de la agricultura en tierras con categoría de protegidas, la desertización (es
el país más amenazado por este riesgo, que afecta a 15 millones de hectáreas) y
la salinización del suelo en regiones irrigadas. La productividad agrícola ha
mejorado en los últimos años, pero en parte como resultado del uso de
fertilizantes nitrogenados, lo que ha incrementado el problema de los nitratos
en los ríos. El turismo, que es una importante fuente de ingresos para España,
también produce deterioro medioambiental: los desarrollos mal planificados
amenazan a zonas protegidas, y las insuficientes instalaciones para el
tratamiento de aguas generan una contaminación importante, especialmente en la
costa del Mediterráneo durante los meses de verano. En 1998, un vertido tóxico
provocado por la ruptura de una presa que almacenaba residuos mineros, causó
una severa contaminación del acuífero y de las áreas adyacentes al área
protegida más emblemática del país, el Parque nacional de Doñana. Otras grandes
catástrofes medioambientales han sido el vertido de fuel derramado por el
petrolero Prestige frente a las costas gallegas en noviembre de 2002 y
los numerosos incendios forestales que asolaron el país en 2004.
España participa de la Convención de
Ramsar sobre humedales, con 49 designados hasta 2004, tiene declarados varios
sitios naturales Patrimonio de la Humanidad y ZEPA (garantizados por la red
europea Natura 2000), y 27 reservas de la Biosfera en marzo de 2005. Ha
ratificado varios acuerdos ambientales internacionales, como el Protocolo de
Kioto y el Tratado Antártico, y otros relacionados con la contaminación
atmosférica, la biodiversidad, los cambios climáticos, las especies en peligro
de extinción, los residuos y vertidos peligrosos, la vida marina, los ensayos
nucleares, la capa de ozono, la madera tropical y la caza de ballenas.
3
|
POBLACIÓN
|
Los españoles son una mezcla de los
pueblos indígenas que habitaban la península Ibérica y los que fueron
ocupándola a lo largo de su historia: los celtas, un pueblo de la Europa
atlántica; los iberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, todos ellos
pueblos mediterráneos; los suevos, los vándalos y los visigodos (véase Pueblo
godo), y los pueblos germánicos. También están presentes los elementos
semíticos, en especial de origen árabe y judío. Hay varios grupos lingüísticos
en España que han mantenido una identidad cultural propia, entre los que se
encuentran los vascos, los gallegos y los catalanes. Los gitanos, también
conocidos como calés, están presentes en todo el territorio español, formando
un reducido grupo étnico (alrededor de medio millón) pero importante por su
acusada personalidad.
3.1
|
Características de
la población
|
La población de España en 2004 superaba
los 43.200.000 habitantes, con una densidad demográfica media de 85 hab/km². La
población urbana ha aumentado en las últimas décadas y en la actualidad supone
más del 77%.
3.2
|
Divisiones
administrativas
|
España comprende 50 provincias
integradas en 17 comunidades autónomas: Andalucía, Aragón, Principado de
Asturias, Islas Baleares, País Vasco, Canarias, Cantabria, Castilla-La Mancha,
Castilla y León, Cataluña, Comunidad Valenciana, Extremadura, Galicia, La
Rioja, Comunidad de Madrid, Región de Murcia y la Comunidad Foral de Navarra; a
estas hay que añadir dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla.
3.3
|
Ciudades
principales
|
La capital y principal ciudad de España
es Madrid (población en 2007, 3.132.463 habitantes), que también es la capital
de la Comunidad de Madrid. Barcelona (1.595.110 habitantes) es la segunda
ciudad en tamaño y un gran puerto y centro comercial, además de ser la capital
de la provincia de Barcelona y de Cataluña. Otras ciudades importantes son:
Valencia (797.654 habitantes), capital de la provincia homónima y de la
Comunidad Valenciana, y un importante centro industrial y ferroviario; Sevilla
(699.145 habitantes), capital de la provincia de Sevilla y de Andalucía,
considerada un destacado destino turístico; Zaragoza (654.390 habitantes),
capital de la provincia de Zaragoza y de Aragón, que es otro gran centro
industrial y nudo de comunicaciones; Málaga (528.079 habitantes), la capital de
la turística Costa del Sol; y Bilbao (353.168 habitantes), puerto muy activo y
capital de la provincia de Vizcaya.
3.4
|
Religión
|
La población española es mayoritariamente
católica. El país se divide en 14 provincias eclesiásticas (sedes metropolitanas),
que comprenden 69 diócesis territoriales, y 1 arzobispado castrense. Con
anterioridad a la restauración democrática, el catolicismo era la religión
oficial del Estado, pero la Constitución de 1978 estableció la aconfesionalidad
del mismo y la libertad religiosa. Hay pequeñas comunidades de protestantes,
judíos y musulmanes.
3.5
|
Lenguas oficiales
|
Según la Constitución española, el
castellano es el idioma oficial para todo el país; además, son lenguas cooficiales,
en sus respectivas comunidades autónomas, el vasco (o euskera, una lengua
preindoeuropea), el gallego, el catalán (que en Islas Baleares presenta ligeras
variedades lingüísticas) y el valenciano.
4
|
EDUCACIÓN
|
La edad dorada de la convivencia
de culturas tuvo lugar durante la edad media, cuando musulmanes, cristianos y
judíos establecieron fuertes centros interreligiosos de educación superior en
Córdoba, Granada y Toledo. Desde el siglo XVI en adelante, la Universidad
de Salamanca (creada en 1218) sirvió como modelo para las universidades de
Latinoamérica y de este modo se extendió la influencia internacional de la
educación española.
Durante el siglo XVI, la Universidad
Complutense (fundada en Alcalá de Henares en 1498 y trasladada a Madrid en 1836
conservando el nombre) fue famosa por sus traducciones paralelas plurilingües
de la Biblia, como la célebre Biblia Políglota Complutense, impresa en
esta universidad en 1517. Hubo importantes educadores españoles en ese periodo
como Juan de Huarte de San Juan, un pionero en la aplicación de la psicología a
la educación; el humanista y filósofo Juan Luis Vives, quien aportó nuevas
ideas sobre la educación y en particular abogó por la formación de las mujeres;
y san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.
Otros personajes que hicieron grandes
contribuciones al campo educativo durante los siglos XIX y XX fueron Francisco
Giner de los Ríos, quien propuso reformas en la educación superior y la
escolarización de las mujeres; Francisco Ferrer Guardia, defensor de una
reforma democratizadora de la educación; y el filosofo José Ortega y Gasset,
cuyos escritos sobre la misión de la universidad han sido traducidos a
distintos idiomas. La Real Academia Española (fundada en 1713) y la Real
Academia de la Historia (1738) son muy conocidas por sus publicaciones
eruditas.
4.1
|
Educación en la
actualidad
|
La educación en España es gratuita y obligatoria
para los niños entre los 6 y 16 años. El sistema escolar consiste en escuelas
infantiles (para niños de 3 a 5 años), colegios de enseñanza primaria (de 6 a
11, en tres ciclos de dos cursos) e institutos de enseñanza secundaria o ESO
(de 12 a 16, en dos ciclos de dos cursos). Posteriormente, los estudiantes
pueden acceder a un curso de formación profesional durante uno o dos años, o
bien realizar los dos años de los cursos de bachillerato como preparación para
la entrada en la universidad. El sistema universitario tiene, generalmente,
tres ciclos: el primero, que lleva al grado de diplomatura, dura dos o tres
cursos; el segundo ciclo dura otros dos o tres cursos y, al finalizarlo, se
alcanza el grado de licenciatura; y los estudiantes que quieran obtener el
grado de doctor deben completar un tercer ciclo o doctorado y redactar y
defender públicamente una tesis para obtenerlo. Hay también numerosas opciones
universitarias adaptadas a la normativa de la Unión Europea (UE).
En el curso 2004-2005, el número de
alumnos previsto para los niveles de educación no universitaria (Infantil,
Primaria, Especial, Secundaria o ESO, Bachillerato y Formación Profesional o
FP) fue de 6.968.168 estudiantes, de los cuales el 67,6% se matriculó en
instituciones públicas y el resto en privadas y concertadas. Los alumnos
universitarios en ese mismo periodo fueron 1.462.771, estudiando el 91% en
centros públicos. Diez años antes se habían matriculado casi un millón más de
estudiantes en España. El profesorado para ese mismo curso ascendía a 660.670
personas y daba clases en 22.216 centros repartidos por todo el país.
En el año 2003 había 71
universidades en España, 50 de ellas públicas y el resto privadas o de la
Iglesia. Las mayores universidades públicas, muchas de ellas fundadas hace
siglos, son la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Politécnica de
Madrid (1971), la Universidad de Barcelona (1450), la Universidad de Granada
(1526), la Universidad de Salamanca, la Universidad de Sevilla (1502) y la
Universidad de Valencia (1500). También se pueden cursar estudios superiores a
través de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), que contó
con 133.854 alumnos en el curso 2001/02.
5
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CULTURA
|
Cualquier consideración acerca de la cultura española
debe recalcar la trascendencia e importancia de la religión en la historia del
país. Un reflejo de la influencia del catolicismo lo proporcionan los
abundantes elementos místicos en el arte y la literatura de España, la larga
lista de sus santos y el gran número de congregaciones y órdenes religiosas. No
obstante, la Iglesia católica ha perdido influencia desde el restablecimiento
de la democracia.
Las fiestas son una característica
destacada del folclore en la vida española. Por lo general, comienzan con actos
religiosos, como la misa mayor seguida por una procesión solemne, en la cual
los participantes transportan sobre sus hombros las imágenes veneradas.
Posteriormente se suceden las celebraciones profanas, donde la música, el
baile, las corridas de toros, la poesía y los cantos a menudo animan todos los
festejos. Las Fallas de Valencia, la Feria de Abril en Sevilla y los
Sanfermines en Pamplona son algunas de las festividades más conocidas de
carácter profano. Como contraste, la celebración del Corpus Christi en Toledo y
Granada junto con la Semana Santa en Andalucía y en ciudades castellanas como
Valladolid, Zamora y Cuenca son fiestas de carácter religioso con
representaciones de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Las
corridas de toros son una parte importante de la tradición festiva y artística
española.
5.1
|
Arte y arquitectura
|
Para conocer con mayor detalle la
riqueza artística de España, consúltense los siguientes artículos: arte ibero,
arte y arquitectura hispanomusulmanas, prerrománico (arte y arquitectura),
románico (arte y arquitectura), arte y arquitectura mudéjares, arte visigodo,
gótico (arte y arquitectura), renacimiento (arte y arquitectura), estilo
herreriano, estilo churrigueresco, estilo hispano-flamenco, estilo Reyes
Católicos, barroco (arte y arquitectura), neoclasicismo, rococó, romanticismo,
Art Nouveau, arte contemporáneo, arquitectura contemporánea española e
informalismo.
5.2
|
Literatura
|
Véase Literatura española.
5.3
|
Bibliotecas y
museos
|
La Biblioteca Nacional, localizada en Madrid
y fundada en 1712 como Biblioteca Real, es la mayor de España, y alberga
variadas colecciones, entre otras, de libros antiguos y raros (en ocasiones ejemplares
únicos e incunables), de mapas, de grabados, de fotografías, de revistas,
además de la magnífica sala de Cervantes, que está dedicada a los escritos del
gran novelista español Miguel de Cervantes Saavedra. La biblioteca del palacio
real de Madrid conserva muchas ediciones excepcionales del siglo XVI, así
como excelentes colecciones de manuscritos, grabados y música. Una de las
bibliotecas más completas de España es la biblioteca de la Universidad
Complutense de Madrid, que contiene más de 800.000 volúmenes y más de 270.000
folletos. La biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial,
cerca de Madrid, es conocida por su colección de libros antiguos y raros; entre
ellos destaca la mejor colección del mundo de libros antiguos en árabe. Los
Archivos y Biblioteca del Cabildo de la catedral de Toledo son famosos por su
colección de unos 3.000 manuscritos de los siglos VIII y IX y más de
10.000 documentos del siglo XI.
Una de las mayores colecciones de
arte del mundo se encuentra en el Museo Nacional del Prado, conocido como Museo
del Prado, en Madrid. La colección es especialmente rica en obras de los
pintores españoles como El Greco, Diego de Silva Velázquez, Bartolomé Esteban
Murillo y Goya, de los pintores italianos como Sandro Botticelli y Tiziano, y
del holandés Rembrandt. El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía está
especializado en pintura del siglo XX. También en la capital se encuentran
el Palacio de Villahermosa, que alberga la colección Thyssen-Bornemisza, el
Museo Arqueológico Nacional, el Museo Nacional de Antropología (con objetos de
las antiguas posesiones españolas en Guinea Ecuatorial, Filipinas y países
sudamericanos como Bolivia) y el Museo Nacional de Ciencias Naturales.
En Barcelona destacan, entre otros muchos,
el Museo Picasso, el MACBA, el Museo Marítimo y el Museu Arqueològic, que
cuenta con una gran colección de arte prehistórico, fenicio, griego, romano y
visigótico. En la ciudad de Valladolid se emplazan el Museo Nacional de
Escultura y el MUSAC (Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León,
inaugurado en 2005), y, a pocos kilómetros, en Simancas, el Archivo General. En
Toledo se encuentra el Museo Sefardí. En Badajoz está el Museo Extremeño e
Iberoamericano de Arte Contemporáneo. En San Sebastián destaca el Kursaal, en
Valencia la Ciudad de las Artes y las Ciencias y en Bilbao el Museo Guggenheim.
5.4
|
Música
|
La música española tiene una vitalidad
y un ritmo que refleja las numerosas influencias culturales de cristianos y musulmanes.
La zarzuela es un género musical similar a la ópera que se inició en el
siglo XVII. Durante el siglo XVIII, un destacado compositor para
instrumentos de teclado fue Antonio Soler; Enrique Granados y Manuel de Falla
continuaron la tradición en el siglo XX. Famosos intérpretes españoles del
siglo XX han sido el guitarrista Andrés Segovia y el violonchelista Pau
Casals. Los instrumentos populares españoles más característicos son la
guitarra, la pandereta, las castañuelas y la gaita. Entre los bailes españoles
(cada uno con su peculiar música) destacan la muñeira, la sardana, el chotis,
las sevillanas, las diversas jotas y varios estilos relacionados con el
flamenco.
6
|
ECONOMÍA
|
Tradicionalmente España ha sido un país agrícola
y aún es uno de los mayores productores de Europa occidental, pero desde
mediados de la década de 1950 el crecimiento industrial fue rápido y pronto
alcanzó un mayor peso que la agricultura en la economía del país. Una serie de
planes de desarrollo, que se iniciaron en 1964, ayudaron a expandir la
economía, pero a finales de la década de 1970 comenzó un periodo de recesión
económica a causa de la subida de los precios del petróleo, y un aumento de las
importaciones con la llegada de la democracia y la apertura de fronteras. Con
posterioridad, el gobierno incrementó el desarrollo de las industrias del
acero, astilleros, textiles y mineras. En la actualidad, la terciarización de
la economía y de la sociedad española queda clara tanto en el producto interior
bruto (contribución en 2006: un 67%) como en la tasa de empleo por sectores
(65%). Los ingresos obtenidos por el turismo permiten equilibrar la balanza de
pagos. El 1 de enero de 1986 España ingresó como miembro de pleno derecho en la
Unión Europea y desde entonces las políticas económicas han evolucionado en
función de esta gran organización supranacional (PAC, IFOP…).
6.1
|
Agricultura
|
La agricultura fue hasta la década de
1960 el soporte principal de la economía española, pero actualmente emplea solo
alrededor del 5% de la población activa. Los principales cultivos son trigo,
cebada, remolacha azucarera (betabel), maíz, patatas (papas), centeno, avena,
arroz, tomates y cebollas. El país tiene también extensos viñedos y huertos de
cítricos y olivos. En 2006 la producción anual (expresada en t) de cereales fue
de 19,4 millones; de los cuales 5,6 fueron de trigo, 8,3 de cebada, 3,5 de maíz
y 158.700 t de centeno. La producción anual de otros importantes productos era:
6 millones de toneladas de remolacha azucarera, 2,5 millones de patatas, 6,4
millones de uvas, 3,9 millones de tomates, casi 3 millones de naranjas, y algo
menos de 1 millón de cebollas.
Las condiciones climáticas y topográficas
hacen que la agricultura de secano sea obligatoria en una gran parte de España.
Las provincias del litoral mediterráneo tienen sistemas de regadío desde hace
tiempo, y este cinturón costero que anteriormente era árido se ha convertido en
una de las áreas más productivas de España, donde es frecuente encontrar
cultivos bajo plástico. En el valle del Ebro se pueden encontrar proyectos
combinados de regadío e hidroeléctricos. Grandes zonas de Extremadura están
irrigadas con aguas procedentes del río Guadiana por medio de sistemas de riego
que han sido instalados gracias a proyectos gubernamentales (Plan Badajoz y
regadíos de Coria, entre otros). Las explotaciones de regadío de pequeño tamaño
están más extendidas por las zonas de clima húmedo y por la huerta de Murcia y
la huerta de Valencia.
La ganadería, en especial la ovina y la
porcina, tiene una importante trascendencia económica. Entre los animales más
famosos están los toros de lidia, que se crían en Andalucía, Salamanca y
Extremadura para las corridas de toros, consideradas como la fiesta nacional
española. En 2006 la cabaña ganadera contaba con 22,5 millones de cabezas de
ganado ovino, 25,1 millones de ganado porcino, 6,5 millones de ganado vacuno, 3
millones de ganado caprino, 245.000 cabezas de ganado caballar y 136 millones
de aves de corral. En España se produjeron cerca de 32 millones de kg de miel
en el año 2001.
6.2
|
Silvicultura y
pesca
|
El corcho es el principal recurso
forestal de España y en 2001 la producción fue de 57.581 toneladas. La
producción de pulpa de papel y madera de los bosques españoles es insuficiente
para cubrir las necesidades del país.
La industria pesquera es menos importante
hoy para la economía española que en tiempos pasados, a pesar de que ocupa los
primeros puestos entre los países europeos tanto por el volumen de su flota
como el de las capturas. La captura anual ascendió a 1,1 millones de t en 2005
y estaba formada principalmente por atún, calamares, pulpo, merluza, sardinas,
anchoas, caballa, pescadilla y mejillones. Desde hace unas décadas la
acuicultura (marina y continental) ha tenido un gran desarrollo, destacando la
cría de doradas, mejillones y truchas; la producción total en 2003 fue de
311.287 toneladas.
6.3
|
Minería
|
La minería española desde 1996 ha
estado marcada por la reducción progresiva y obligada en la extracción de
carbones, un cierto estancamiento en la minería metálica y el crecimiento
constante de los minerales y rocas industriales (celestina, sulfato sódico,
sepiolita, fluorita, yeso, feldespato, pizarra, mármol, granito…), cada vez con
mayor peso en el sector minero. En 2003 la producción minera anual (en t)
englobaba unos 20,6 millones de carbón y lignito, 265.000 de mineral de hierro,
70.000 de concentrados de cinc, 2.000 de plomo, 6,5 millones de yeso, y
2.409.554 barriles de petróleo crudo al año. En 2001 los principales productos
mineros energéticos fueron el lignito y la hulla; entre los minerales metálicos
destacó el cinc y entre las rocas y minerales industriales, la sal común y las
arcillas especiales. Las principales minas de carbón están en la provincia de
Asturias y en el norte de la provincia de León; los principales depósitos de
mineral de hierro se encuentran alrededor de Santander y Bilbao; Almadén, en la
provincia de Ciudad Real fue muy productiva en la extracción de mercurio; y
Andalucía destaca por la minería metálica, con más de la mitad de la producción
del país.
6.4
|
Industria
|
En España se producen, entre otros,
textiles, hierro y acero, vehículos de motor, productos químicos, confección,
calzado, barcos, refino de petróleo y cemento, destacando por su valor los
sectores industriales de la alimentación y bebidas y del material de
transporte. España es uno de los primeros productores mundiales de vino; la
producción en 2003 fue de unos 30 millones de hectolitros. La industria
siderúrgica, antes de su reconversión de la década de 1990, estuvo concentrada
en Bilbao, Santander, Oviedo y Avilés.
6.5
|
Energía
|
En 2003, el 48,9% de la
energía producida en España fue de origen nuclear (16.422 Ktep o miles de
toneladas equivalentes de petróleo) y el 21,7% se generó en centrales térmicas
de carbón. La producción de energía hidráulica y de otras renovables, como la
eólica, aumenta de año en año.
6.6
|
Moneda y banca
|
La unidad monetaria es el euro (el 2 de
enero de 2002, un euro se cambió a 0.9038 dólares estadounidenses) y se emite por
el Banco de España. Desde el 1 de enero de 1999, el euro se vinculó al valor de
la peseta, con un cambio fijo de 166,386 pesetas por euro. El 1 de enero de
2002, la peseta dejó de circular como única moneda de curso legal.
El país cuenta con un gran número
de bancos comerciales. Las principales bolsas se encuentran en Madrid,
Barcelona, Bilbao y Valencia. En otras ciudades operan bolsines.
6.7
|
Comercio exterior
|
En 2003 España importó productos por
valor de 210.860 millones de dólares y las exportaciones ascendieron a 158.213
millones de dólares. Entre las principales importaciones se encontraban
combustibles minerales y lubricantes, maquinaria y equipos de transporte,
crudo, productos manufacturados, alimentos, animales vivos y productos
químicos. Los principales productos exportados son: maquinaria y equipos de
transporte, alimentos y animales vivos, vehículos de motor, hierro y acero,
textiles y artículos de confección. Los principales intercambios comerciales de
España tienen lugar con los demás países de la Unión Europea (destacando
Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, los países del Benelux y Portugal),
Estados Unidos y Japón. Los ingresos por turismo, que en 2004 ascendieron a
unos 37.250 millones de euros, ayudan a compensar el crónico déficit de la
balanza comercial española; el número de personas que visitaron el país en ese
mismo año fue de unos 85 millones.
6.8
|
Transporte
|
En 2003, España tenía 176.593 km de carreteras,
de las cuales el 7% eran autopistas y autovías, y el parque era de 25.169.452
vehículos. La red ferroviaria asciende a unos 14.000 km de vías, que
básicamente son de propiedad estatal o autonómica. En 1992 comenzó a funcionar
la primera línea de ferrocarril de alta velocidad (AVE) entre Madrid y Sevilla,
y desde entonces se está ampliando este tipo de red. Iberia fue durante muchos
años una compañía aérea propiedad del estado español. En 2007 la flota mercante
estaba formada por 1.495 buques; con una capacidad de 1.110.868 toneladas
brutas registradas.
6.9
|
Comunicaciones
|
En 2005 había unos 422 teléfonos
fijos en servicio por cada 1.000 habitantes. España cuenta con 151 periódicos
diarios, con una circulación conjunta de unos 4 millones de ejemplares. Algunos
periódicos influyentes de tirada nacional son El País, ABC y El
Mundo, publicados en Madrid; La Vanguardia y El Periódico de
Catalunya son diarios catalanes de difusión nacional.
6.10
|
Trabajo
|
En 2006 la población activa
española estaba formada por unos 21 millones de personas. Alrededor de un 30%
tenía empleo en la industria; un 5% en la agricultura, silvicultura y pesca; y
un 65% en los servicios. La tasa de desempleo registrada en 2004 era del 11%.
7
|
GOBIERNO
|
A finales de la década de 1970 el
gobierno de España sufrió una transformación, desde el régimen autoritario
(1939-1975) de Francisco Franco a una monarquía parlamentaria bajo la
Constitución de 1978.
7.1
|
Poder ejecutivo
|
La cabeza del Estado español es un
monarca hereditario, quien también es comandante en jefe de las Fuerzas
Armadas. El poder ejecutivo está en manos del presidente del gobierno, quien es
propuesto por el monarca y es elegido para el cargo por el Congreso de
Diputados. Él es el encargado de nombrar los miembros del Consejo de Ministros.
Así mismo, hay un cuerpo consultivo que es el Consejo de Estado.
7.2
|
Poder legislativo
|
En 1977 las Cortes unicamerales de
España fueron reemplazadas por un Parlamento bicameral formado por un Congreso
de los Diputados, con 350 miembros, y un Senado, integrado por 259 miembros, de
los cuales 208 son elegidos en circunscripciones provinciales y el resto son
designados por las comunidades autónomas. Los diputados son nombrados para
periodos de cuatro años, por sufragio universal de todos los ciudadanos que
hayan cumplido los 18 años, bajo un sistema de representación proporcional. Los
senadores elegidos directamente se votan para periodos de cuatro años sobre una
base regional. Cada provincia de la península elige 4 senadores y otros 20 son
elegidos por las circunscripciones de Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla.
7.3
|
Partidos políticos
|
Las dos formaciones políticas
mayoritarias españolas son el Partido Popular (PP), un partido conservador que,
tras absorber a los democristianos y a los liberales, pasó a ocupar el espacio
electoral del centro-derecha, y el histórico Partido Socialista Obrero Español
(PSOE). Otros partidos con representación parlamentaria significativa son
Izquierda Unida (IU), una federación de grupos de izquierda encabezada por el
Partido Comunista de España (PCE); y los partidos nacionalistas catalán,
Convergència i Unió (CiU), y vasco, Partido Nacionalista Vasco (PNV), entre
otros de carácter autonómico.
7.4
|
Gobierno local
|
La Constitución de 1978 permitió dos
tipos de comunidades autónomas, cada una con poderes diferentes. Cataluña, País
Vasco y Galicia estaban definidas como ‘nacionalidades históricas’ y utilizaron
una vía más simple para alcanzar la autonomía. El proceso para otras regiones
fue más lento y complicado. Las comunidades autónomas han asumido considerables
poderes de autogobierno y aún continúan las negociaciones con el gobierno
central para conseguir mayores competencias.
Cada una de las 17 comunidades
autónomas elige una asamblea legislativa unicameral, que selecciona a un
presidente entre sus propios miembros. Siete de las comunidades autónomas están
compuestas por una sola provincia, las otras 10 están formadas por dos o más.
Cada una de las provincias, 50 en total, tiene un gobernador civil nombrado por
el ministro del Interior. Cada uno de sus más de 8.000 municipios está gobernado
por un concejo elegido popularmente, que a su vez elige a uno de sus miembros
como alcalde.
7.5
|
Poder judicial
|
El sistema judicial en España está
regido por el Consejo General del Poder Judicial, cuyo presidente es el del
Tribunal Supremo. El más alto tribunal del país es el Tribunal Supremo de
Justicia, dividido en 7 secciones, cuya sede se encuentra en Madrid. Hay 17
tribunales superiores territoriales, uno en cada comunidad autónoma, 52
tribunales supremos provinciales y varios tribunales menores que se ocupan de
los casos penales, laborales y de menores. El otro tribunal importante del país
es el Tribunal Constitucional que controla el cumplimiento de la Constitución.
7.6
|
Defensa
|
España mantiene unas Fuerzas Armadas
bien equipadas y profesionalizadas. Hasta el 31 de diciembre de 2001 fue
obligatorio el servicio militar para los varones, o una prestación social
sustitutoria para los objetores de conciencia. En 2004 el país tenía un
Ejército de Tierra compuesto por unos 95.600 soldados, una Armada de 19.455 y
una Fuerza Aérea de 22.750. La Guardia Civil, cuerpo integrado en las Fuerzas
Armadas y de Seguridad, contaba con un contingente de algo más de 70.000
hombres y mujeres para ese mismo año. El país pasó a ser miembro de la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1982 y reafirmó esa
alianza en un referéndum en 1986; una de las disposiciones del referéndum fue
la reducción de las bases aéreas y militares estadounidenses ubicadas en
España.
7.7
|
Salud y bienestar
social
|
Desde 1949 se mantiene un sistema de
pensiones de jubilación y prestaciones por enfermedad y maternidad, sufragadas
por la Seguridad Social, que prevé, además, el apoyo a los grupos más
necesitados, garantiza el subsidio de desempleo y cubre las necesidades
sanitarias de toda la población. En 2004 España contaba con un médico por cada
313 habitantes y se disponía de una cama de hospital para cada 263 personas.
8
|
HISTORIA
|
La trayectoria histórica de los territorios españoles
que hoy conforman el Estado español ha sido un recorrido íntimamente
relacionado con los avatares de las áreas circundantes, aunque con una marcada
personalidad propia. En cada etapa de la historia peninsular los vínculos con
el exterior y entre esos territorios hispanos han fluctuado en gran medida.
8.1
|
Prehistoria
|
Los más viejos testimonios de la
presencia del hombre en la península Ibérica son los restos antropológicos del
yacimiento Gran Dolina de Atapuerca, en la provincia de Burgos, cuya antigüedad
se remonta a casi un millón de años. Con ellos se inaugura la primera edad de
la prehistoria, el paleolítico, en cuyas postrimerías se sitúa, por cierto,
otra de las más brillantes manifestaciones hispánicas del cuaternario: el arte
rupestre de los cazadores, tan bien ejemplificado en la cueva cántabra de
Altamira.
En torno al 5000 a.C. y en el
marco de la cultura de la cerámica cardial del Mediterráneo occidental, arraigó
el neolítico, teniendo lugar la aparición de la agricultura y la ganadería, así
como otros avances técnicos, caso de la piedra pulimentada, el tejido o la
alfarería. Dos milenios después, casi todo el solar ibérico fue escenario de
una espectacular eclosión de dólmenes o sepulturas megalíticas, y hacia el
2500, en el seno de la civilización almeriense de Los Millares, ya
incipientemente metalúrgica, se va a atestiguar el surgimiento de los primeros
poblados estables, inclusive fortificados. Este sustrato indígena peninsular,
que alcanza su madurez en el bronce pleno —cuando, por ejemplo, en el sureste
se desenvuelve la cultura de El Argar—, adquirió en torno al año 1000 a.C.
un carácter más cosmopolita como consecuencia, entre otros factores, de la
pujanza del comercio atlántico, de la inyección demográfica de grupos invasores
de origen centroeuropeo (como los pueblos de los Campos de Urnas, que llegaron
atravesando los Pirineos) y, sobre todo, de la colonización del sur y del este
peninsular por parte de comerciantes de origen semita, los fenicios, que
aportaron a Occidente el conocimiento del hierro y de la escritura, así como la
civilización urbana. Las poblaciones indígenas andaluzas y levantinas, ganadas
por esta última influencia y en menor medida por el impacto colonial griego, se
vieron inmersas desde el siglo VII a.C. en un proceso de orientalización
que acabó forjando la cultura ibérica con la que contactaron cartagineses y
romanos en las Guerras Púnicas. En el interior y en el norte de la península,
por el contrario, se desenvolvieron pueblos prerromanos muy diferentes,
celtíberos y celtas según las fuentes, en los que el influjo de la cultura de
La Tène y la tradición continental de los Campos de Urnas jugaron un papel de
mayor relevancia.
8.2
|
Época antigua
|
La presencia romana en tierras hispanas
data del siglo III a.C., con motivo de su lucha contra los cartagineses.
Inicialmente conquistaron Cartago Nova (actual Cartagena) en el 209 a.C. y
Gadir (actual Cádiz) en el 206 a.C., extendiendo después su dominio por el
este y sur peninsulares. En el transcurso del siglo II a.C. los romanos
avanzaron hacia el centro y oeste del territorio hispánico, encontrando en
algunos casos una tenaz resistencia, como sucedió con los lusitanos, a los que
dirigía Viriato, y con los celtíberos, que defendieron heroicamente Numancia.
La etapa final de la conquista de la península Ibérica por los romanos estuvo
dirigida por Augusto y se desarrolló contra los cántabros y los astures, en los
últimos años del siglo I a.C.
Los romanos bautizaron el territorio
peninsular con el nombre de Hispania. Dividido en un principio en dos
provincias, Citerior y Ulterior, en el siglo III d.C. comprendía las
provincias de Bética, Lusitania, Galaecia, Tarraconense y Cartaginense. En el
siglo IV d.C. se creó la provincia Baleárica. Roma, que estaba interesada
por las riquezas de Hispania (ante todo las mineras), creó en la península
Ibérica numerosas colonias y difundió su lengua y su cultura. Ese proceso de
romanización se plasmó básicamente en la expansión de la lengua latina y del
Derecho romano. Paralelamente Roma creó una importante red de comunicaciones y
construyó abundantes obras públicas. En el ámbito de la vida espiritual, Roma
estaba interesada en primer lugar en promover el culto imperial, pero también
llegó a Hispania en ese tiempo el cristianismo, que ya estaba sólidamente
arraigado en el resto del Imperio romano desde el siglo II d.C.
La crisis del siglo III afectó a
las provincias de Hispania. Al tiempo que decaían las ciudades se ampliaba la
distancia que había, desde el punto de vista social, entre los grupos más
poderosos (potentiores) y los más débiles (humiliores). En esas
condiciones, a comienzos del siglo V (409) tuvo lugar la invasión de la
península Ibérica por los denominados pueblos ‘bárbaros’, todos ellos de origen
germánico: suevos, vándalos y alanos. De estos pueblos sólo los suevos se
asentaron en Hispania, concretamente en la provincia de Galaecia. Poco después
llegaron a la península Ibérica los visigodos, aunque su establecimiento
definitivo en Hispania no se produjo hasta el siglo VI, después del fin
del Imperio romano de Occidente (476).
8.3
|
Época medieval
|
El rey Leovigildo acabó con el reino
suevo y afirmó la hegemonía visigoda en la península Ibérica. Su sucesor,
Recaredo, abjuró del arrianismo, la religión de los visigodos, aceptando el
catolicismo en el III Concilio de Toledo del año 589. En el siglo
siguiente otro monarca, Recesvinto, promulgó el Liber Iudiciorum (654),
por el que se ponía fin a las diferencias jurídicas entre visigodos e
hispanorromanos. No obstante, la monarquía visigoda era débil, tanto por el
carácter electivo de sus monarcas como por la gran influencia que ejercían la
Iglesia y los magnates nobiliarios.
La población visigoda era muy reducida,
sobre todo en comparación con la hispanorromana, y su economía era
esencialmente agropecuaria. Paralelamente se desarrollaban las relaciones de
tipo personal, que anunciaban la futura sociedad feudal. La principal
institución política era el Aula Regia, órgano consultivo de los reyes. También
tuvieron gran importancia los concilios eclesiásticos, en los que se trataban
asimismo cuestiones políticas. En la cultura, claramente orientada al servicio
de la Iglesia, la figura más relevante fue Isidoro de Sevilla, autor de las
célebres Etimologías.
Desde finales del siglo VII se
recrudeció en la Hispania visigoda la lucha por el poder. En ese clima se
produjo, en el año 711, la invasión de la península Ibérica por los musulmanes,
que procedían del norte de África. La derrota y muerte del rey Rodrigo en la
batalla de Guadalete supuso el fin del poder visigodo en Hispania.
En muy pocos años los musulmanes
conquistaron todo el territorio peninsular, excepto las zonas montañosas del
Cantábrico y del Pirineo. Los invasores (en su mayor parte bereberes aunque
dirigidos por árabes) eran escasos, no obstante gran parte de la población
anterior de Hispania aceptó la religión musulmana, convirtiéndose en muladíes,
término con el que se designaba a quienes abrazaban el islam después de haber
rechazado su religión original. Se estableció un emirato en Córdoba,
dependiente de Damasco, donde se hallaban los califas. En el año 756 ocupó el
emirato un miembro de la familia Omeya, Abd al-Rahman I, que pudo escapar
a la matanza de la que fue objeto su familia y se proclamó emir independiente
de los nuevos califas Abasíes, establecidos en Bagdad. Esa situación perduró
hasta que en el año 929 el emir Abd al-Rahman III decidió proclamarse
califa, lo que suponía la ruptura de los vínculos religiosos con Bagdad. A Abd
al-Rahman III, que fue un gran político y militar, le sucedió como califa
Alhakem II, famoso por su papel protector de las letras y las artes. Pero
a finales del siglo X el hayib Almanzor se hizo con el poder en
Córdoba, estableciendo una dictadura militar y lanzando terroríficas campañas
contra los cristianos. El califato, no obstante, se desintegró en los primeros
años del siglo XI, siendo finalmente sustituido por un mosaico de reinos
de taifas.
Al-Andalus, nombre dado por los musulmanes a
Hispania, tuvo una economía próspera, con una agricultura avanzada, en la que
tenía un gran peso el regadío, y una importante actividad artesanal y
mercantil. La circulación de monedas de oro (dinar) y de plata (dirham)
y la vitalidad de los zocos de las ciudades son buenas muestras de ello. Pero
también destacó al-Andalus por el desarrollo de la cultura, tanto en las
disciplinas humanísticas como en las científicas. Recordemos, como ejemplo, la
introducción, a fines del siglo IX, del sistema de numeración indio que se
impuso al romano. En el campo de las artes sus obras más significativas son,
entre otras, la mezquita de Córdoba y el palacio-ciudad de Medinat al-Zahara,
cerca de Córdoba.
En las montañas septentrionales, en
donde vivían pueblos escasamente romanizados a los que se sumaron algunos godos
que encontraron allí refugio, se formaron diversos núcleos de resistencia a los
musulmanes. El más antiguo fue el de Asturias, surgido tras la victoria lograda
en el año 722 por el godo Pelayo en Covadonga. El reino astur se proclamó
heredero del visigodo, extendiendo su influencia hacia el este y hacia el
oeste. El descubrimiento en tierras de Galicia, a principios del siglo IX,
de los presuntos restos del apóstol Santiago dio un gran aliento a los
cristianos. En el transcurso de los siglos IX y X se desarrolló la
repoblación del valle del Duero, territorio que se encontraba semivacío, hasta
la línea del río, adonde llegaron los astures hacia el año 900. Allí se creó
una sociedad de nuevo cuño, en la que abundaban los campesinos libres. Al mismo
tiempo el reino astur se había convertido en reino de León. No obstante dentro
de la submeseta Norte se diferenciaban la zona occidental o leonesa, más
próxima a la corte, y la oriental o castellana, aglutinada en un único condado
(donde destacó la figura del conde Fernán González, que consiguió la
independencia del condado), territorio de frontera en donde imperaba la
costumbre y en donde se fue gestando la lengua romance castellana.
En la zona oriental de la
península surgieron tres núcleos de resistencia. En los Pirineos occidentales
nació el reino de Pamplona, que se expandió hacia el valle del Ebro en los
inicios del siglo X. En los Pirineos centrales se constituyó el condado de
Aragón. El más oriental de dichos núcleos era la Marca Hispánica, fruto de la
colaboración entre los naturales de aquel territorio y los reyes francos. La
Marca estaba integrada por diversos condados, de los cuales el más importante
era el de Barcelona, en donde destacó, a finales del siglo IX, Vifredo el
Velloso. Un siglo después se rompieron prácticamente los vínculos de los condes
de la Marca con los reyes francos, acontecimiento que ha sido considerado como
el acta de nacimiento de Cataluña.
A mediados del siglo XI cambió la
correlación de fuerzas entre los cristianos y los musulmanes de Hispania. La
fragmentación de al-Andalus facilitó la puesta en marcha de una ofensiva en
toda regla por parte de los cristianos del norte. Desde esas fechas puede
hablarse del inicio del periodo de la Reconquista, pues se luchaba para
recuperar unas tierras sobre las que los cristianos creían tener derecho. En la
zona occidental, los avances más espectaculares los llevó a cabo Alfonso VI,
rey de Castilla (titulación surgida en el siglo XI) y León, quien ocupó
Toledo (1085) y otras localidades del valle del Tajo, al tiempo que impulsó la
repoblación de las Extremaduras, es decir el territorio situado entre el Duero
y el sistema Central. En la zona oriental, los reyes de Aragón (también el
antiguo condado se hizo reino en el siglo XI) conquistaron, a fines del
siglo XI, Huesca y Barbastro, y los condes de Barcelona extendieron sus
territorios hasta Tarragona.
Antes de concluir el siglo XI
llegaron a la península, procedentes del norte de África, los almorávides, que
unificaron nuevamente al-Andalus; pese a esto, Alfonso I de Aragón realizó
importantes conquistas en el valle medio del Ebro, ante todo Zaragoza (1118).
Unos años más tarde, ya con los almorávides en retirada, el conde de Barcelona
Ramón Berenguer IV (protagonista de la fusión con el reino de Aragón)
completó la ocupación del valle del Ebro, con la toma de Tortosa (1148) y
Lérida (1149). Alfonso VIII de Castilla, por su parte, avanzó por la
submeseta Sur, conquistando Cuenca (1177). No obstante, la llegada de los
almohades, también desde el norte de África, en la segunda mitad del
siglo XII, contuvo otra vez a los cristianos. Pero la resonante victoria
alcanzada por una coalición de reyes cristianos formada por Pedro I de
Aragón y Cataluña, Sancho VII de Navarra y Alfonso VIII de Castilla
en las Navas de Tolosa (1212) no sólo acabó con los almohades sino que abrió
paso a la irrupción de los cristianos en lo que quedaba de al-Andalus.
Las grandes conquistas cristianas tuvieron
lugar en el siglo XIII. Jaime I de Aragón llevó a cabo la conquista
de Mallorca (1229) e islas adyacentes y, posteriormente, del reino de Valencia,
cuyo hito principal fue la toma de la ciudad de Valencia (1238).
Fernando III, rey de Castilla y León, incorporó a sus dominios el valle
del Guadalquivir, siendo sus éxitos más resonantes la ocupación de Córdoba
(1236) y de Sevilla (1248). Su sucesor, Alfonso X, que había incorporado el
reino de Murcia cuando sólo era infante, completó el dominio del valle del
Guadalquivir con la conquista de Cádiz (1262). Las tierras recién ganadas a los
musulmanes fueron objeto de un proceso repoblador: por una parte se premió a
los nobles que participaron en la conquista, por otra se repartieron tierras
entre los colonos que acudían desde el norte.
A mediados del siglo XIII había en
la España cristiana dos grandes núcleos políticos: en la zona occidental los
reinos de Castilla y León, unificados desde el año 1230, y en la oriental el
bloque integrado por el reino de Aragón y el condado de Barcelona. Portugal se
había convertido en reino independiente en el siglo XII. Navarra, sin
participación en la Reconquista, se inclinaba hacia el territorio francés. En
al-Andalus sólo subsistía el reino Nazarí de Granada.
La economía de los núcleos
cristianos era esencialmente rural, con un papel muy destacado de la ganadería
lanar trashumante, que contaba en Castilla, desde 1273, con una poderosa
institución, el Honrado Concejo de la Mesta. Pero se observa al mismo tiempo un
progreso de las ciudades y del comercio. De ahí que la sociedad,
tradicionalmente integrada por clérigos, caballeros y campesinos, se
diversificara con la aparición, desde el siglo XI, de la burguesía urbana.
También había en los núcleos cristianos comunidades de mudéjares (gentes de
religión musulmana) y de judíos. En el terreno político quizá la principal
novedad fue la aparición de las Cortes en los diversos reinos hispánicos (1188
en León, 1218 en Cataluña, 1264 en Aragón, 1283 en Valencia). En las mismas,
junto a la nobleza y el clero, participaban los representantes de las ciudades.
Asimismo se difundió en el siglo XIII en la península el derecho romano,
como se comprueba en las Siete Partidas, la magna obra jurídica del rey
castellano-leonés Alfonso X.
La Iglesia conectaba cada día más con
la cristiandad occidental. A fines del siglo XI llegó a la península
Ibérica la reforma gregoriana y en el siglo XII nacieron las órdenes
militares hispánicas (Alcántara, Calatrava y Santiago en la Corona de Castilla;
Montesa, algo más tardía, en la Corona de Aragón). Por lo demás, existía una
importante vía de comunicación con Europa, el Camino de Santiago, por el que
circulaban personas, productos e ideas. También asistimos en el periodo
comprendido entre los siglos XI y XIII a la consolidación de las lenguas
romances, como el castellano, el catalán o el gallego. Desde el punto de vista
cultural hay que destacar la Escuela de Traductores de Toledo, importante
núcleo cultural en el que convivían intelectuales cristianos, musulmanes y
judíos, y que alcanzó su mayor esplendor en tiempos de Alfonso X el Sabio.
Figura destacada de la cultura fue asimismo el mallorquín del siglo XIII
Raimundo Lulio (Ramón Llull).
Las dificultades del siglo XIV,
plasmadas en los malos años de cultivos, las pestes y las guerras internas
devastadoras, explican que la Reconquista cristiana quedara paralizada. En la
Corona de Castilla fue importante la labor del monarca Alfonso XI, que
aprobó el Ordenamiento de Alcalá (1348). Pero su sucesor, Pedro I, se
enzarzó en una guerra fratricida con su hermano bastardo Enrique II el
cual, tras su victoria, instauró la dinastía Trastámara en Castilla. Años más
tarde el intento de fusión con Portugal fracasó al ser derrotado Juan I en
Aljubarrota (1385). Por su parte la Corona de Aragón se proyectó, política y
comercialmente, hacia el Mediterráneo. Los principales hitos de esta expansión
fueron el dominio de Sicilia y la incorporación de Cerdeña, sin olvidar las hazañas
protagonizadas por los almogávares en el Mediterráneo oriental. El principal
monarca aragonés del siglo XIV fue Pedro IV, que incorporó
definitivamente a la corona el reino de Mallorca.
En el siglo XV la Corona de
Castilla se recuperó de la depresión de los dos siglos anteriores. Hubo un
activo comercio de exportación en la zona cantábrica, básicamente de lanas con
destino a Flandes. También la zona de Sevilla, animada por los hombres de
negocios genoveses, gozaba de un gran dinamismo económico. En ese siglo
alcanzaron fama internacional las ferias de Medina del Campo. En la Corona de
Aragón, por el contrario, el siglo XV fue negativo, sobre todo en el
ámbito del comercio mediterráneo. También Cataluña vivió en el siglo XV
una profunda depresión. En el terreno político hubo en Castilla en este siglo
frecuentes luchas internas, tanto en el reinado de Juan II, que tuvo como
valido a Álvaro de Luna, como en el de Enrique IV; pese a todo, el poder
real se fortaleció en Castilla. En la Corona de Aragón el trono, que había
quedado vacante, pasó tras el Compromiso de Caspe (1412) a Fernando de
Antequera, perteneciente a la familia Trastámara. Su sucesor, Alfonso V,
conquistó Nápoles y fue un gran protector del humanismo. Juan II, que con
anterioridad había sido rey de Navarra, hubo de hacer frente a la sublevación
de Cataluña.
Los siglos finales de la edad media
conocieron importantes tensiones sociales, provocadas por la expansión señorial
y por la incidencia de la crisis económica. Los conflictos más graves fueron la
sublevación de los payeses de remensa en Cataluña, y la segunda Guerra
Irmandiña en Galicia, ambos desarrollados en la segunda mitad del siglo XV. Por
otra parte, se quebró en esa época la convivencia entre cristianos y judíos; en
1391 las matanzas de hebreos, iniciadas en Sevilla pero rápidamente propagadas
al resto de la península Ibérica, provocaron la conversión masiva de numerosos
judíos. Así las cosas, en el siglo XV se planteó, particularmente en la
Corona de Castilla, un grave problema, el de los conversos o cristianos nuevos.
Desde el punto de vista religioso, no dejó de tener su efecto negativo en los
reinos cristianos de la península el cisma de la Iglesia católica, que estalló
en 1378. Al mismo tiempo progresaba la religiosidad popular y triunfaban los
predicadores de masas, como el dominico Vicente Ferrer. Por lo demás en la
Iglesia hispana se dejaba sentir la necesidad de una reforma religiosa que
fuera capaz de poner fin a los abusos y a la inmoralidad.
El reino de Navarra rompió en el
siglo XIV la supeditación que había tenido con respecto a Francia.
Carlos III, que reinó entre los siglos XIV y XV, fue uno de sus monarcas
más brillantes. Pero en el siglo XV aquel reino fue testigo de un
conflicto desgarrador entre el rey Juan II y su hijo Carlos, príncipe de
Viana. Por su parte el reino Nazarí de Granada, último vestigio islámico en la
península, fue en los siglos XIV y XV un hervidero de intrigas palaciegas, que
no lograba ocultar la magnificencia del palacio de la Alhambra.
8.4
|
Época moderna
|
Puede considerarse que la historia moderna
de España comenzó con el reinado de los Reyes Católicos (1474-1516), en cuyo
periodo se avanzó de forma decisiva hacia la integración, bajo un único soberano,
de los diversos reinos y territorios en que se había dividido la vieja Hispania
romana.
El matrimonio de Isabel y Fernando
supuso la vinculación de las Coronas de Castilla y de Aragón, cada una de las
cuales estaba integrada por un grupo de reinos. La Corona de Aragón comprendía
los de Aragón, Valencia y Mallorca, además del principado de Cataluña y de los
reinos de Sicilia y Cerdeña, en el sur de Italia. La Corona de Castilla
abarcaba la mayor parte de la península Ibérica, a excepción de los territorios
aragoneses, Navarra, Portugal y el reino de Granada; sus diversos reinos (fruto
de la progresiva incorporación de territorios durante la Reconquista al núcleo
inicial del reino astur) se diferenciaban de los de la Corona de Aragón en que
no mantenían leyes, instituciones, monedas u otros elementos privativos, sino
que se integraban en un conjunto único. Eran reinos exclusivamente sobre el
papel; sólo las provincias vascas tenían una vinculación particular con la
Corona, en virtud de la cual mantenían una serie de leyes propias y
privilegios.
Con los Reyes Católicos no se produjo
una unión de las Coronas de Castilla y Aragón. De acuerdo con el modelo ya
existente en esta última, cada una de ellas mantuvo sus leyes, instituciones y
monedas, y continuaron las aduanas en las zonas limítrofes. Sin embargo, ambos
reyes intervinieron, en distinta medida, en la gobernación castellana o
aragonesa, y —lo que es más importante— en el futuro ambas coronas tendrán un
mismo rey.
Pero el proceso hacia la integración
del territorio peninsular bajo un único soberano va a ser mucho más amplio. Los
Reyes Católicos conquistaron el reino de Granada (1492), y años después, muerta
ya Isabel, Fernando incorporó el reino de Navarra (1512). Cuatro de los cinco
reinos existentes en España a finales de la edad media pasaron a depender de un
mismo soberano. Sólo faltaba Portugal, al que los reyes trataron de incorporar,
sin éxito, por medio de matrimonios concertados. Fuera de la península Ibérica,
las tropas castellanas conquistaron el reino de Nápoles (1504), así como una
serie de plazas en el norte de África. Al propio tiempo, se incorporaron de
forma efectiva las islas Canarias, y se inició, con el descubrimiento de
América por parte de Cristóbal Colón, el dominio de lo que será la América
española. No se trataba sólo, por tanto, de la integración bajo un mismo rey de
los territorios políticos de la Hispania romana; estaba surgiendo una gran
potencia política mediterránea y atlántica, que en virtud de las vicisitudes
sucesorias —y de la política matrimonial de los Reyes Católicos— pronto será
también una potencia europea, cuando a la muerte de Fernando, la vasta herencia
de Castilla y Aragón recaiga en Carlos I (1516-1556), heredero también,
por línea paterna, de los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado, así
como de los dominios patrimoniales de la Casa de Austria y del título imperial.
Apareció así la llamada Monarquía
Hispánica, o de los Austrias, Estado supranacional formado por múltiples reinos
y territorios cuyo único elemento de unión era la persona del monarca. La
Monarquía Hispánica (siglos XVI y XVII) fue también llamada Monarquía Católica,
en la medida en que la defensa de la ortodoxia católica frente a los
protestantes se convirtió en una de sus principales razones de ser. Al igual
que en la primitiva vinculación castellano-aragonesa, cada uno de sus reinos y
territorios políticos integrantes mantendrá sus leyes, instituciones, monedas y
tradiciones. Con Carlos I, el espacio territorial de la Monarquía Hispánica
continuó creciendo, gracias a la incorporación del ducado de Milán y a la
rápida conquista de América. Tras su muerte, Felipe II (1556-1598) no
heredó ni los dominios de la Casa de Austria ni el título imperial, pero la
expansión se completó con la incorporación de territorios como las guarniciones
de Toscana, las islas Filipinas, y sobre todo, el reino de Portugal, con su
extenso imperio ultramarino en África, Asia y América.
Los años finales del siglo XV
y la primera mitad del siglo XVI fueron un periodo decisivo en la
expansión europea más allá del océano. La Corona de Castilla, junto con
Portugal, fue la principal protagonista de tal proceso. A mediados del
siglo XVI, la América española había alcanzado prácticamente sus límites
máximos. En poco más de medio siglo, los conquistadores españoles lograron
incorporar vastos territorios en el norte, centro y sur del continente
americano. Los dos hechos más importantes fueron las rápidas conquistas de los
Imperios azteca (Hernán Cortés, 1519-1521) e inca (Francisco Pizarro,
1531-1533). A partir de los restos de ambos, dos grandes virreinatos, el de
Nueva España (México) y el del Perú, coronaban la organización administrativa
de la América española.
La expansión y el predominio
político que se inició con los Reyes Católicos no podría explicarse sólo por la
habilidad política, las combinaciones matrimoniales o la fortuna. A comienzos
del siglo XVI, la Corona de Castilla era uno de los espacios más vitales
de Europa. Su peso en el conjunto de España resultó decisivo, pues no sólo era
más extensa que los otros territorios, sino que su población era mayor, en
términos absolutos y relativos, y creció más que la de otros espacios
peninsulares. A finales del siglo XVI —el momento sobre el que poseemos
datos más fiables— la Corona de Castilla, sin el País Vasco, tenía unos
6.600.000 habitantes, de una población total para el conjunto de España de algo
más de 8.000.000. La economía castellana era además la más próspera de la
península; desde mediados del siglo XV, Castilla se encontraba en una fase
expansiva, mientras que la economía de la Corona de Aragón (principalmente la
de Cataluña) sufría un periodo de crisis y estancamiento, tras la prosperidad
del siglo XIII.
El crecimiento demográfico de Castilla fue
especialmente importante en el mundo urbano. Las ciudades más dinámicas eran
las del interior, especialmente en los valles del Duero y del Guadalquivir. En
aquél, aparte de Valladolid, que destacó por su importante papel político como
sede preferente de la corte hasta mediados del siglo, vivieron momentos
favorables ciudades como Burgos, sede principal del comercio castellano con el
exterior; Segovia, núcleo esencial de la producción textil lanera; Medina del
Campo, famosa por sus grandes ferias internacionales, o Salamanca, que
albergaba la universidad más prestigiosa. En el sur, junto a grandes núcleos
urbanos que vivían esencialmente de la agricultura, el monopolio comercial con
América hizo crecer a Sevilla, la principal ciudad española del siglo XVI. En
las últimas décadas de dicha centuria, el asentamiento de la corte motivaría el
fuerte crecimiento de Madrid. A comienzos de los tiempos modernos, por tanto,
las zonas más prósperas de la península se situaban no sólo en la Corona de
Castilla, sino especialmente en el interior.
El carácter dinástico o personal, que
determinaba la pertenencia a la monarquía de cada uno de los reinos y
territorios integrantes de la misma, y la fuerte autonomía que conservaban,
junto con la existencia de unas instancias superiores de gobierno en la corte,
junto al rey, hicieron de la monarquía de los Austrias españoles una curiosa
mezcla de autonomía y centralización. El poder del rey no era el mismo en todos
los reinos y territorios, como tampoco eran similares el potencial demográfico
y económico de los mismos. En estas condiciones, la riqueza y prosperidad
castellana —incrementada posteriormente por la plata que provenía de América—
junto al fuerte desarrollo del poder regio en la Corona de Castilla, la
convirtieron, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, en el vivero fundamental
de los recursos humanos y materiales y en el centro de gravedad de la
monarquía. Ello tuvo claras ventajas para los grupos dirigentes castellanos: la
alta nobleza, los miembros destacados del clero o los letrados disfrutaron de
los principales cargos de la monarquía, hasta el punto de provocar recelos en
otros territorios. Sin embargo, para el pueblo llano, que pagaba los impuestos,
la realidad imperial de la monarquía de los Austrias no supuso sino una
creciente fiscalidad y el envío de muchos de sus hombres para abastecer los
ejércitos. El sometimiento de Castilla a la política imperial de los Austrias
fue aún mayor tras el fracaso de la revuelta de las Comunidades (1520-1521) —de
carácter urbano y popular— contra la política del emperador Carlos I.
Durante buena parte del siglo XVI,
los éxitos acompañaron la política internacional española, a pesar del fracaso
relativo de Carlos V en el intento de impedir la expansión del
protestantismo en Alemania. La defensa del Mediterráneo occidental resultó
eficaz frente al peligro turco, que se redujo de hecho en las últimas décadas
del siglo. Sin embargo, el gran cáncer de la Monarquía surgió en su seno con la
rebelión de los Países Bajos, iniciada en 1566, y que habría de dar lugar a una
guerra larga, costosa y agotadora, que duró, en conjunto, hasta mediados del
siglo XVII, y en la que los rebeldes —las Provincias Unidas de Holanda—
contaron frecuentemente con el apoyo de Francia e Inglaterra (véase Guerra
de los Países Bajos).
En plena fase de expansión
económica, las materias primas castellanas no se utilizaron para abastecer, de
forma suficiente, la producción artesanal propia. La lana de los rebaños de la
Mesta y el hierro vasco eran los dos principales artículos del comercio de
exportación castellano. A cambio, numerosos productos manufacturados
extranjeros invadieron el mercado interior, favorecidos por las facilidades
aduaneras, la necesidad de abastecer el mercado americano, el crecimiento de
los precios en Castilla, o el retraso técnico que pronto empezó a manifestarse.
Castilla fue convirtiéndose en proveedora de materias primas y compradora de
productos manufacturados, en claro perjuicio de su actividad industrial y sus
posibilidades de crecimiento económico. La política no fue ajena a dicho
proceso, pues el peso excesivo del gobierno hegemónico de los Austrias
determinó una fuerte presión fiscal y un notable desgaste demográfico para
mantener los ejércitos. Por otra parte, en una época en que el incremento de la
producción iba necesariamente ligado al aumento de las superficies cultivadas,
el crecimiento demográfico tenía un límite, que en el caso de Castilla, parecía
haberse alcanzado hacia las décadas de 1570 y 1580.
Al menos desde la gran crisis
epidémica de finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, el
interior castellano sufrió una fuerte crisis demográfica y económica que acabó
con su antigua prosperidad. Sus ciudades perdieron el papel que habían tenido
en la economía y se despoblaron. La sociedad se polarizó y los exponentes de la
incipiente burguesía, los sectores intermedios que protagonizaron la actividad
manufacturera, mercantil y financiera del siglo anterior, desaparecieron. La
obsesión por el ennoblecimiento y por vivir de las rentas agrarias sirvieron de
base a una sociedad con fuertes diferencias entre los ricos y poderosos y la
gran masa popular, empobrecida.
La crisis no afectó en la misma
medida a la periferia, incluida la perteneciente a la Corona de Castilla. La
mayor parte de las regiones del exterior peninsular mantuvieron su población, o
incluso la aumentaron, a pesar de que algunas de ellas sufrieron fuertemente la
incidencia de la peste. En la segunda mitad del siglo XVII, cuando la
población y la economía del interior comenzaban a recuperarse, el centro de
gravedad de la economía española se había desplazado, definitivamente, hacia la
periferia. Durante el siglo XVIII la situación no cambiará, y a pesar de
la buena coyuntura general, Cataluña, el Levante valenciano, Cádiz —centro del
comercio con América— o las zonas costeras del País Vasco serán las regiones
más prósperas, frente a un interior que recuperaba población, pero cuya
economía tenía un cariz esencialmente agrario. Madrid, en el centro, era la
gran excepción, como consecuencia de su papel político.
Al igual que en otras sociedades
de la época, la intolerancia religiosa era un elemento fundamental. En 1492 fue
expulsada de España la minoría judía; poco después, se obligó también a los
musulmanes a convertirse o emigrar. En ambos casos, sin embargo, la extinción
oficial del judaísmo y la religión islámica no acabó con el problema de las
minorías, pues buena parte de los judíos y la gran mayoría de los musulmanes se
convirtieron a la fe cristiana. Al problema judío le sucedió la cuestión de los
conversos, cuya clave última estaba en el rechazo hacia las razas minoritarias.
La Iglesia y la mayor parte de la sociedad sospechaban de la sinceridad de las
conversiones; la Inquisición, que comenzó a actuar en 1480, fue esencialmente
un tribunal contra los conversos de origen judío, al tiempo que, en la sociedad
española, se extendía la diferenciación entre cristianos ‘viejos’ y ‘nuevos’, y
la demostración de la ‘limpieza de la sangre’ —la inexistencia de antepasados
judíos o musulmanes— se convertía en un requisito inexcusable para el acceso a
las diversas instituciones administrativas.
A diferencia de los conversos de
origen judío, diseminados entre la sociedad cristiana vieja y obsesionados por
ocultar sus antecedentes, los antiguos musulmanes, llamados moriscos, al vivir
agrupados en determinadas zonas de la península, hacían gala de su religión y
sus costumbres y eran claramente reacios a la religión y la cultura cristianas.
Mientras los conversos de origen judío vivían preferentemente en las ciudades y
trataban de integrarse en la sociedad, con frecuencia en posiciones de cierta
relevancia, los moriscos eran campesinos de escasa formación cultural, por lo
que durante buena parte del siglo XVI se los consideró menos peligrosos.
Sin embargo, la revuelta de las Alpujarras, en 1568, determinó la
desarticulación del núcleo granadino, diseminado por la Corona de Castilla, e
incrementó la intolerancia hacia ellos. A comienzos del siglo XVII, los
moriscos —unas 300.000 personas— fueron expulsados de España. En los reinos de
Valencia y Aragón, los más afectados, los expulsados suponían, respectivamente,
en torno al 30% y al 25% de la población.
El reinado de Felipe IV vivió una
de las coyunturas bélicas más intensas de la historia de la Monarquía Hispánica,
que acabó por arruinar la economía y la hacienda de Castilla, y que pesó
también gravemente sobre otros territorios, en particular el reino de Nápoles.
Las repercusiones económicas y sociales de tal esfuerzo, junto a otros
factores, como el descontento y las tensiones constitucionales provocadas por
los intentos del conde-duque de Olivares de repartir las cargas de la política
imperial de la monarquía, para aliviar el peso que soportaba la Corona de
Castilla, provocaron una grave crisis interna, cuyas manifestaciones más
importantes fueron las revueltas de Cataluña y Portugal, iniciadas ambas en
1640. Tales acontecimientos fueron la antesala de la derrota de la monarquía
frente a los holandeses, sancionada por la Paz de Westfalia (1648) y frente a
Francia por la Paz de los Pirineos (1659). Unos años después, en 1668, Portugal
vio reconocida su independencia.
A pesar de las derrotas de
mediados del siglo XVII, durante las últimas décadas de este siglo, la
monarquía supo conservar la casi totalidad de sus dominios, gracias, en buena
parte, a la habilidad diplomática que la llevó a aliarse con sus anteriores
enemigos, Inglaterra y Holanda, frente al expansionismo amenazador de la
Francia de Luis XIV. Precisamente, la obsesión por mantener íntegra la herencia
recibida de sus antepasados fue uno de los elementos decisivos que llevaron a
Carlos II, carente de sucesión, a nombrar heredero al duque de Anjou,
nieto del rey francés, que, con el nombre de Felipe V, introduciría en
España la dinastía de Borbón (1700).
La existencia de otro pretendiente, el
archiduque de Austria, Carlos de Habsburgo, vinculado también a los monarcas
españoles por reiterados lazos familiares, junto al temor que inspiraba el
poder de Luis XIV, fuertemente incrementado por la herencia de su nieto,
provocaron la llamada guerra de Sucesión, que no fue sólo un conflicto europeo
generalizado, sino que en España tuvo características de guerra civil,
enfrentando a los leales a Felipe V con los partidarios del archiduque
austriaco, especialmente numerosos en la Corona de Aragón.
El desenlace internacional de la guerra, en
1713, supuso el fin de la Monarquía Hispánica, pues sus dominios europeos
pasaron a manos de los rivales del bando borbónico, en beneficio sobre todo de
Austria. En España, la conclusión de la guerra en 1715 reafirmó en el trono a
Felipe V, quien, en castigo por el apoyo a su rival, suprimió las
instituciones y leyes particulares de los reinos y territorios de la Corona de
Aragón. El poder político, en la España del siglo XVIII se organizó, así,
de forma centralista, siguiendo el modelo francés. Sólo Navarra y las
provincias vascas, leales a Felipe V durante la guerra, mantuvieron sus
instituciones y leyes.
El siglo XVIII fue en general un
periodo de recuperación demográfica y económica, favorecida por las medidas
reformistas, especialmente intensas durante los reinados de Fernando VI, y
sobre todo, de Carlos III. A finales de la centuria, la población total
española podía estar entre los 10.700.000 y los 11.300.000 habitantes. Apoyada
en su imperio ultramarino, la España de este siglo fue una potencia importante
en la política europea, si bien su política exterior careció de la grandeza de
tiempos pasados y estuvo casi siempre demasiado vinculada a Francia. El influjo
de la Ilustración —y el paso del tiempo— redujo considerablemente la
importancia de la Inquisición, que a finales del siglo había dirigido su
actividad a la persecución de las nuevas ideas ilustradas, procedentes
principalmente de Francia, y a la censura de libros (la persecución contra
judíos y musulmanes —o conversos— se había reducido, fundamentalmente porque su
número era ya muy escaso). Pese a los signos de crisis detectados durante el
reinado de Carlos IV, la invasión napoleónica de 1808 vino a truncar la
evolución positiva de la España del siglo XVIII (véase Guerras
Napoleónicas).
8.5
|
Época contemporánea
|
El discurrir histórico de la España
contemporánea dibujó una entrecortada senda debido a que el afianzamiento del
nuevo orden liberal, a partir del segundo tercio del siglo XIX, chocó con
múltiples resistencias emanadas de distintos flancos (carlismo, poderes
fácticos, viejos estamentos privilegiados). Las manifiestas interferencias
entre los poderes civil, militar y religioso se traducen a lo largo de dicha
centuria en una cadena de desencuentros y tensas relaciones entre la Iglesia y
el Estado (proceso desamortizador), unidos a intermitentes pronunciamientos
militares de matiz conservador o progresista, artífices de los relevos
gubernamentales y los sucesivos vaivenes constitucionales. Fracasada la
experiencia democrática del Sexenio Democrático, tan esperanzadora como
meteórica (1868-1874), el régimen oligárquico de la Restauración introdujo a
España en el umbral del siglo XX sin consolidar el ensayado bipartidismo
ni asentar un sistema de partidos garante de la reclamada estabilidad en la
vida pública.
La falta de una correcta ubicación
institucional, a estas alturas de la contemporaneidad, junto a los llamativos reveses
extrapeninsulares cosechados en las últimas décadas (el desastre colonial de
1898, Annual y otros sonados fracasos en la guerra de Marruecos), provocaron
una paulatina militarización de la monarquía de Alfonso XIII hasta
desembocar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). El pretorianismo
militar patente en la nueva centuria, arrumbado el régimen democrático
republicano mediante una cruenta Guerra Civil (1936-1939), alcanzó sus máximas
cotas de protagonismo con el caudillaje del general Franco, persistente por
espacio de cuatro décadas hasta la muerte del dictador en noviembre de 1975.
A partir de entonces, merced a un
atípico proceso de autoinmolación parlamentaria, las viejas Cortes franquistas
de inspiración corporativa otorgaron vía libre al proyecto de reforma política,
principal ariete de la transición pacífica a la monarquía de Juan
Carlos I. Superadas con esfuerzo algunas asignaturas pendientes
(desajustes de orden político y socioeconómico), la España de 1996, un país con
39 millones de habitantes al haber cuadruplicado su población durante estos dos
siglos, pese a la tardía revolución demográfica, disfruta desde hace veinte
años de una probada solvencia democrática.
8.5.1
|
Crisis del Antiguo
Régimen y nacimiento constitucional (1808-1833)
|
Los sucesos revolucionarios acaecidos en
1789 (véase Revolución Francesa) al otro lado de los Pirineos, asustaron
a los dirigentes españoles y provocaron un vuelco en la trayectoria reformista borbónica,
empeñada en modernizar el país y acercarlo a Europa después de años de
introspección y obligado repliegue. El motín de Aranjuez y las abdicaciones de
Carlos IV y Fernando VII (llamado ‘El Deseado’) en Bayona a favor de
Napoleón Bonaparte sumieron al país en una profunda crisis dinástica, a la vez
que las tropas francesas, al amparo del Tratado de Fontainebleau, invadían la
península con la excusa de un supuesto avance hacia Portugal. En medio de tanta
confusión y vacío de poder, apenas una minoría sabrá aprovechar la delicadeza
del momento para, en lugar de reclamar el retorno de ‘El Deseado’, acabar con
el viejo orden y dar una réplica constitucional al Estatuto de Bayona, la carta
otorgada jurada por José I en julio de 1808.
La etapa comprendida entre 1808 y 1814,
marco cronológico de la guerra de la Independencia contra Francia y arranque
convencional de la contemporaneidad española, se caracteriza por su permanente
inestabilidad y los desequilibrios internos derivados del conflicto bélico y
del poder bicéfalo existente en la península: por un lado, la solución oficial
napoleónica que desde la aludida legitimidad coloca a José Bonaparte, hermano
de Napoleón, en el trono de España, y por otro, el movimiento de las Juntas de
resistencia aclamado por el pueblo y expandido por el reino hasta su
consumación en las Cortes de Cádiz, símbolo de la resistencia nacional. Allí se
irá fraguando, a partir de 1810, una importante reforma política, cuyo fruto
más granado fue la Constitución aprobada el 19 de marzo de 1812, primera en la
historia de España y una de las primeras del mundo. Ante la sorpresa de muchos,
este renqueante país mediterráneo, típico representante del Antiguo Régimen, se
convirtió de la noche a la mañana en abanderado del liberalismo constitucional,
con innegable proyección exterior, sobre todo en la órbita americana.
El retorno de Fernando VII en 1814
truncó las ilusiones reformistas dando paso a un anodino reinado que se
prolongó hasta 1833, caracterizado por la recuperación del más puro absolutismo,
salvo el pequeño inciso correspondiente al Trienio Liberal (1820-1823). La
histórica frase pronunciada por Fernando VII tras el levantamiento de
Rafael del Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla), “marchemos todos francamente
y yo el primero por la senda constitucional”, pronto se demuestra incompatible
con sus verdaderas intenciones. La ayuda de la Europa reaccionaria,
materializada en el envío de tropas francesas al mando del duque de Angulema
durante la primavera de 1823 (los denominados Cien Mil Hijos de San Luis), puso
punto final a esta experiencia constitucional y cedió el paso hasta 1833 a la
‘Década Ominosa’, según el calificativo acuñado por la historiografía liberal.
En el camino quedan las tristemente célebres depuraciones (‘purificaciones’),
un ejemplo de la represión ejercida con los liberales —también en su momento
con los afrancesados—, muchos de los cuales inauguraron un zigzagueante exilio
político, convertido luego en una práctica recurrente de la España
contemporánea.
El reinado fernandino, marcado por el
desgaste personal de continuos desfiles ministeriales y la ausencia de
alternativas en la resolución de los agobios presupuestarios, tuvo en la
mediocridad su nota más destacada. La progresiva emancipación de las colonias
americanas, aprovechando la flagrante debilidad de la metrópoli, contribuyó con
la pérdida de mercados y descapitalización estatal, a desgastar la imagen de
una España sin timón y en total bancarrota. Prueba de ello es que, al cierre de
este primer tercio del siglo XIX, del viejo imperio ultramarino apenas
restan Cuba y Filipinas, en vías de segregación. De ahí que no resulte extraño
el colofón de tan irresoluto mandato: una compleja crisis sucesoria, delicada
herencia que recibió el pueblo español a la muerte del rey, en septiembre de
1833, causante de tres guerras civiles entre carlistas y liberales a lo largo
de la centuria decimonónica.
El contencioso entre los partidarios de
Isabel II, hija de la regente María Cristina de Borbón y heredera del
trono por la Pragmática Sanción de Fernando VII, derogatoria de la Ley
Sálica, y los partidarios de Carlos María Isidro, hermano del monarca y
presunto sucesor a la corona hasta las postrimerías del reinado, originaron las
Guerras Carlistas, conjunto de conflictos que superan con mucho la sencillez
interpretativa de un mero conflicto dinástico. Bajo este enfrentamiento de
alcance mayoritariamente catalán y vasco se esconden, entre otros complejos
ingredientes de guerra de religión, guerra de guerrillas y defensa foralista de
privilegios locales, dos maneras contrapuestas de entender el presente y el
porvenir: la del campesinado y su entorno agrario, frente a la celeridad del
mundo urbano; la bandera de la descentralización del viejo régimen, en lugar
del liberalismo económico en ciernes; la pervivencia de rancios valores y
tradiciones, en contraposición a la secularización homogeneizadora del régimen
burgués. Con negros presagios inició su andadura el régimen liberal.
8.5.2
|
Consolidación del
nuevo orden liberal (1833-1874)
|
El reinado de Isabel II abarca el
segundo tercio del siglo XIX, desde 1833 hasta la revolución de 1868, que
obliga a la reina a salir del país en pos de una ‘España con honra’.
Previamente, se estableció una etapa de minoridad y regencia de María Cristina
y del general Baldomero Fernández Espartero, clausurada en 1843 al proclamarse
oficialmente la mayoría de edad de la heredera del trono con apenas 13 años.
Las notas más sobresalientes del legado político isabelino fueron el
desmantelamiento de los fundamentos económicos y jurídicos del Antiguo Régimen,
perfilado por los partidarios de la Constitución de 1812 o doceañistas
(disolución del régimen señorial, desvinculaciones y proceso de
desamortización), y la puesta en marcha de una revolución burguesa imperfecta,
pero que provoca cambios cualitativos en la organización social (sociedad
clasista) y política (constitucionalismo), las relaciones de producción
(economía capitalista), y las estructuras mentales (utilitarismo y mentalidad
burguesa entusiasta de la propiedad y el ahorro).
Comprobada la tibieza del Estatuto Real de
1834, la última Carta Otorgada de la monarquía española por la que la regente,
en plena Guerra Carlista, decide desprenderse de algunas atribuciones,
sucesivos textos constitucionales de talante moderado (Constitución de 1845) o
progresista (Constitución de 1856), fijaron las reglas del juego político de
esta etapa. Todos ellos coincidían en limitar el voto a los varones que
reunieran determinados requisitos económicos o sociales (sufragio censitario),
sin aceptar la participación popular en la vida pública ni resistirse a volcar
en el articulado constitucional sus ideologías y programas políticos; de ahí la
escasa vigencia y trasiego de estas normas fundamentales, al arbitrio de
coyunturas políticas. Los roces entre los poderes militar y civil en la España
isabelina fueron permanentes, con implicaciones de carácter personal y
liderazgo político de insignes militares al frente de los principales partidos
(Leopoldo O’Donnell, Ramón María Narváez, Baldomero Fernández Espartero), al
igual que el contexto bélico y la sobreactuación del Ejército se convirtieron
en componentes habituales del paisaje peninsular. Algo parecido ocurrió con la
Iglesia, aferrada desde tiempos inmemoriales a sus amortizados patrimonios y
privilegios (manos muertas), y cuyo pulso con el Estado a raíz de la
desamortización de Juan Álvarez Mendizábal acabará en amistosa reconciliación
plasmada en el Concordato de 1851, vigente hasta el franquismo.
Si exceptuamos el Bienio Progresista
(1854-1856) y algunos tramos del periodo subsiguiente de gobierno de la Unión
Liberal, el moderantismo es la ideología dominante en la monarquía isabelina,
que encontró en la emblemática Década Moderada (1844-1854) sus más duraderas realizaciones.
Sirvan de muestra, al margen de la histórica creación de la Guardia Civil, la
centralización administrativa y jerarquización burocrática acometidas durante
dicho periodo, de probada eficacia en connivencia con las oligarquías locales,
y el centralismo asumido en la estructuración territorial del Estado, contrario
al hecho diferencial y partidario del modelo uniforme. La confusión entre
unidad y uniformidad fue un rasgo sustancial del liberalismo doctrinario
decimonónico.
La sublevación gaditana desatada en
septiembre de 1868, con el brigadier Juan Bautista Topete a la cabeza, en pocos
días llevó al exilio a la reina en medio de una gran expectación e
incertidumbre. Detrás de estos acontecimientos revolucionarios se vislumbraba
la incidencia desarticuladora de la crisis financiera de la década de 1860,
junto al desprestigio interno de un régimen favorecedor de las clases
propietarias y el descrédito personal de la propia Isabel II. El mayor
problema estribaba en que, bajo la Gloriosa (nombre con el que se conoce la
revolución de 1868), se plantearon muy diferentes soluciones a los males de la
patria. Mientras que el general Juan Prim, cerebro pensante del golpe militar y
redactor del Manifiesto, defendía una monarquía democrática en la línea modernizadora
occidental, para políticos de la talla del líder catalán Francisco Pi i
Margall, la receta idónea era el republicanismo como nueva forma de gobierno.
Similar divorcio interpretativo se detectaba entre la tendencia reaccionaria de
las guarniciones militares más significativas, monárquicas pero no isabelinas,
y la opinión mayoritaria de la población civil, que exigía transgredir ésta y
otras barreras seculares.
El Sexenio Revolucionario (1868-1874)
presentó una cambiante morfología política, como acreditaron sus variados
sistemas políticos: regencia de Francisco Serrano, monarquía democrática de
Amadeo de Saboya y I República de tinte federal, unitario y
presidencialista. Ahora bien, estas céleres transformaciones resultaban en
buena medida superficiales, por cuanto pervivían hipotecas y numerosos rasgos
de continuidad con la etapa anterior (aparato estatal, entramado
socioeconómico), que explican a la postre el fracaso de este primer intento por
consolidar un Estado democrático y de derecho en España. Ése era el objetivo de
la Constitución de 1869, la primera en proclamar el sufragio universal
masculino, la libertad de cultos pública y privada, y otros derechos
fundamentales como los de reunión y asociación, claves para la formación del
incipiente movimiento obrero en su vertiente política y sindical.
La renuncia irrevocable al trono de
Amadeo I en febrero de 1873 supuso, en plena combustión política y con
fundadas dudas sobre su legalidad constitucional, la paradoja histórica de que
unas Cortes mayoritariamente monárquicas votaran, en un alarde de pragmatismo,
la instauración de un régimen republicano. La meteórica experiencia de la
I República, cuyo advenimiento transaccional provino de una negociación
política, no consiguió traducir sus propuestas en una estabilidad
parlamentaria, ni afianzar la España progresista soñada por una generación
incapaz de traspasar el umbral de una revolución teórica. Por el contrario, la
radicalización y el mesianismo revolucionario que ahogaron la fórmula federal
contenida en el proyecto constitucional, cristalizaron en la revolución
cantonal, un cóctel de frustraciones de índole regional, social y política. Las
tropas del general Pavía dentro de las Cortes, en enero de 1874, se encargaron
de poner el broche final a esta fugaz experiencia, a la vez que el
pronunciamiento golpista del general Arsenio Martínez Campos en Sagunto
(Valencia) unos meses después, disipó toda duda sobre el futuro próximo. Así se
cierra esta página de la historia de España, donde la clase obrera comprendió
que la burguesía nunca haría su revolución, y el regionalismo probó el sabor
amargo tanto del centralismo como de la atomización cantonal.
8.5.3
|
El régimen
oligárquico de la Restauración (1875-1923)
|
De la mano de Antonio Cánovas del Castillo,
España retornó en 1875 a la forma de gobierno tradicional y a la dinastía
borbónica con la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada
Isabel II. Liquidada la tercera Guerra Carlista y obtenido el beneplácito
internacional para la opción restauradora, las preocupaciones de los nuevos
gobernantes se centraron en olvidar las turbulencias del Sexenio Revolucionario
y redactar un texto constitucional ajustado a las necesidades del momento.
La Constitución conservadora de junio de
1876, la más sólida del panorama nacional al mantenerse en vigor hasta el golpe
militar de 1923, regulaba una monarquía limitada en la cual la Corona se
reservaba amplias prerrogativas merced al control del poder ejecutivo
(nombramiento y cese del gobierno) y de la vida parlamentaria (disolución de
las Cámaras, sanción y promulgación de las leyes). La defensa de la soberanía
conjunta (Rey-Cortes), de la que Cánovas era su principal valedor, sintonizaba
con la reeditada confesionalidad del Estado, la imprecisión a la hora de regular
los derechos ciudadanos, pendientes por tanto del desarrollo normativo
posterior, y un sinfín de calculados silencios, que hacían de la ambigüedad la
clave de su dilatada vigencia. El bipartidismo de inspiración británica con
conservadores y liberales turnándose en el poder, encontró en Cánovas y en
Práxedes Mateo Sagasta a los carismáticos dirigentes de este sistema
oligárquico y caciquil, que funcionó con escrupulosa regularidad hasta el nuevo
siglo. La desaparición de ambos líderes y el fraccionamiento de sus respectivos
partidos, víctimas de ambiciones y luchas intestinas, dieron al traste con este
viciado aunque eficaz diseño político.
El aislamiento internacional de España
durante la centuria decimonónica, absorta en la resolución de sus problemas
domésticos, determinó en estos años canovistas una política exterior
pragmática, ecléctica y refinadamente pesimista (“no tienen alianzas los que
quieren, sino los que pueden”, en palabras del líder conservador). El
recogimiento exterior resultaba forzoso para este atípico Estado colonialista,
confiado en sus derechos históricos y carente en sus posesiones ultramarinas de
la imprescindible presencia militar y fuerza efectiva, como pronto tuvo ocasión
de comprobar.
El 98 español se inscribe dentro
de la redistribución colonial internacional motivada por la expansión
imperialista, con notas peculiares pues se trataba de una guerra con Estados
Unidos (véase Guerra Hispano-estadounidense) cuyo epicentro estaba en
Cuba, ante la que se inhibieron las potencias occidentales. La pérdida de los
restos del viejo imperio de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), no exenta
de enajenaciones y transferencias respecto a las islas Palau, Marianas y
Carolinas en la lejana Micronesia, sumió al pueblo español en una profunda
crisis al haberse planteado el resultado como una disyuntiva entre la victoria
o el deshonor patrio. De ahí que este 98, el ‘Desastre’ por antonomasia, sea el
único no aceptado del cúmulo de reveses que sufrieron en idéntica fecha países
como Portugal o Francia, significativos de la potencialidad de los nuevos
colosos internacionales y del eclipse latino.
El impacto de esta liquidación
colonial en la sociedad española, al margen de las secuelas económicas
derivadas de la supresión de mercados y el reajuste hacendístico, suscitó una
profunda autocrítica sobre las causas y posibilidades de remedio de tantas
flaquezas. El movimiento regeneracionista, que tuvo en Joaquín Costa a su
figura más señera, mostró un talante positivo al esforzarse en adecuar la gobernación
a lo gobernado y proponer, desde posiciones muy dispares, medidas para el
saneamiento de España. Ahora bien, intramuros, los problemas estructurales
resultaban difíciles de erradicar. En el terreno social, por el manifiesto
fracaso del modelo armonizador propuesto para atajar el conflicto entre el
capital y el trabajo, y en el plano ideológico, por el agotamiento del juego
político de la Restauración; en definitiva, por el hundimiento de las
principales señas de identidad del sistema.
Flanqueado el siglo XX, la subida al
trono de Alfonso XIII en 1902 dio comienzo a un reinado donde iban a
resultar fallidos los intentos de Antonio Maura y José Canalejas de desterrar
el caciquismo y lograr la ansiada regeneración nacional. Acontecimientos como
la Semana Trágica de 1909, que alió a los socialistas con los republicanos en
contra del gobierno, o la interpretación de ataque frontal a la Iglesia y
ruptura de relaciones con Roma a raíz de la Ley del Candado de 1910,
evidenciaban la visceralidad con que todavía se abordaban algunos temas sin
resolver y las aludidas interferencias de poderes, rasgo medular de la
contemporaneidad española.
La coyuntura exterior, desde la gran guerra
que desbarató la vida de los europeos, a los contratiempos marroquíes, cada vez
más dolorosos para España, contribuyó a agravar el deterioro de la política
nacional, con gabinetes de gestión y concentración que, a duras penas, capearon
el temporal frente a una sociedad por momentos desencantada. La crisis de 1917,
una compleja revolución militar, burguesa y proletaria que estuvo a punto de
hacer saltar por los aires la monarquía alfonsina, concluyó con la cesión del
poder civil ante las imposiciones militares. Las presiones de las Juntas de
Defensa sobre un ejecutivo impotente, acarrearon una imparable militarización
de la vida pública, agudizada por sucesos como el desastre de Annual de 1921.
En medio del descontento generalizado, el desgaste de la Corona y la falta de
credibilidad de las instituciones abrieron de nuevo la puerta a los golpistas
ante la claudicación vergonzante del poder civil.
8.5.4
|
El pretorianismo
del siglo XX: la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)
|
Frente a la interpretación tradicional del
periodo comprendido entre 1923 y 1930 como un paréntesis en la historia de
España, acogiéndose a las propias palabras del dictador, recientes
investigaciones apuntan a que la balsa de aceite y el adormecimiento sólo
constituían mera apariencia. La “letra a noventa días” con que Miguel Primo de
Rivera se presentó al país, dispuesto en tan breve plazo de tiempo a
restablecer el orden público y abandonar de inmediato la escena política, poco
tenía que ver con la realidad. Se produjo, por el contrario, un sexenio de
férreo control gubernamental, en el que se consumó el hundimiento definitivo de
los viejos partidos dinásticos de la Restauración y fracasaron estrepitosamente
los conatos reformistas de impronta monárquica (maurismo, mellismo).
La singular figura del capitán general
de Cataluña, que accedió al poder manu militari cuando muchos creían que
los pronunciamientos eran agua pasada, resultó controvertida y, salvo la
fidelidad irreductible de Eduardo Aunós, la mayoría de sus biógrafos rechazan
la imagen regeneracionista de ‘cirujano de hierro’ y salvador de España. Su
escasa formación intelectual y demagogia popular quedaron patentes desde un
principio, como denota el célebre ‘Manifiesto’ fechado el 12 de septiembre de
1923, inicio programático tanto de su pintoresca literatura como de su
trayectoria al frente de los destinos de España. La anuencia regia al golpe,
otorgó vía libre al primer gobierno exclusivamente militar de la historia de
España, una experiencia que se prolongó hasta finales de 1925 y centró su
mensaje en la recuperación del orden público y la firma de la paz exterior,
aunque para ello se exigió un alto precio (disolución de las Cortes, suspensión
del texto constitucional, proscripción del comunismo y el anarquismo, rechazo
de la vieja política, la lucha de clases y el regionalismo, entre otras
agresiones).
La victoria española en suelo marroquí
tras el desembarco de Alhucemas, entre aplausos caseros e internacionales animó
a clausurar el Directorio militar y sustituirlo por otro civil, extensible
hasta la aceptación alfonsina de la dimisión del general en enero de 1930. De
momento, lejos de retirarse en consonancia con la argüida provisionalidad,
Primo de Rivera se afanó por institucionalizar el régimen dotándolo de tres
pilares básicos: un partido político, amparado por el ejecutivo y beneficiario
del aparato del Estado (la Unión Patriótica), unas Cortes incondicionales de
matiz no decisorio (Asamblea Nacional Consultiva), y un tardío y deslavazado
borrador constitucional de signo ultraconservador (proyecto de 1929). Durante
este Directorio civil, personalidades como el mencionado Aunós o José Calvo
Sotelo, responsables de los Ministerios de Trabajo y Hacienda, practicaron una
política social corporativa para la que obtuvieron colaboración socialista en
su dimensión política y sindical, y una política económica de signo
intervencionista, censurada por desaprovechar estos años de coyuntura alcista.
Con todo, algunas realizaciones novedosas, como la creación del monopolio
fiscal de Campsa en contra del parecer de poderosos grupos de presión,
resultaron más rentables a las arcas del Estado que las estimaciones de partida
medianamente optimistas.
La inoperancia de unas instituciones
prefabricadas, el descontento de cualificados sectores financieros que veían
tambalear sus prerrogativas, la oposición estudiantil, y las discordias en la
institución militar con motivo del conflicto artillero y la implantación del
ascenso por designación en detrimento de la antigüedad, sumieron al régimen en
el más absoluto desconcierto. La caída del dictador pronto arrastrará al rey y
a la propia monarquía, herida de muerte por la aceptación en su día del
levantamiento golpista y por su estrecha complicidad con un orden de talante
autoritario y pseudodemocrático.
8.5.5
|
La II República y
la Guerra Civil (1931-1939)
|
Los quince meses que transcurrieron
entre enero de 1930 y abril de 1931, fecha de nacimiento de la
II República, evidencian la ineficacia de los gobiernos de parcheo del
general Dámaso Berenguer y del almirante Juan Bautista Aznar, incapaces de
apuntalar la militarizada monarquía. En medio de crecientes críticas al régimen
y a su cabeza visible, Alfonso XIII, el ensamblaje de fuerzas de la
oposición gestado en el famoso Pacto de San Sebastián, junto al desgaste de
imagen dentro y fuera de España motivado por desafortunados sucesos como los de
Jaca y Cuatro Vientos, acabaron por descomponer el endeble panorama peninsular.
Así se comprende cómo unas simples
elecciones municipales convocadas para el 12 de abril, desvirtuaron su sentido
para convertirse en un auténtico plebiscito a favor o en contra de la monarquía
alfonsina. El triunfo de las candidaturas republicanas en los principales
núcleos de decisión (las ciudades) provocó la inminente expatriación del
monarca y la proclamación ilusionada de la II República, sin ruido de
sables ni derramamiento de sangre. Este advenimiento pacífico, al igual que la
experiencia similar decimonónica, se contrapone a su cruento final marcado por
tres años de enfrentamiento civil, el elevado precio del derribo de la
legalidad republicana (la “muerte noble”, a que alude Edward Malefakis en
comparación con sus homónimas europeas).
Dentro del periodo que comprende la clasificación
convencional en dos epígrafes de contrastado signo (Bienio Reformista y Bienio
Restaurador), más un agitado semestre frentepopulista que desembocaría en la
guerra, descuella la etapa republicano-socialista de 1931 a 1933, empeñada en
la ardua tarea de modernizar España. En este compromiso reformador se inserta
la Constitución democrática aprobada en diciembre de 1931, un texto
representativo de los avances jurídicos del momento, con especial sensibilidad
hacia la cuestión social y los derechos de los ciudadanos, regulados de manera
pormenorizada frente al laconismo habitual.
La reforma militar acometida por Manuel
Azaña, tendente a racionalizar un Ejército anticuado e hipertrofiado; la
controvertida reforma religiosa, ideada con la pretensión de regular al fin las
relaciones entre la Iglesia y el Estado, pero desde un apasionamiento
anticlerical que confundía el laicismo con el cobro de facturas pendientes; la
novedosa apuesta en la estructuración territorial por el Estado integral y
autonómico, comprobadas las fisuras del centralismo y de la solución federal; o
los conatos parciales de reforma agraria, un retoque superficial a la
desequilibrada estructura de la propiedad de la tierra, son algunos ejemplos
reseñables de la aludida vocación reformista y de las contradicciones
inherentes a una “República democrática de trabajadores de toda clase”, como la
bautizaron entre Francisco Largo Caballero y Niceto Alcalá Zamora.
La rebelión militar de julio de 1936
extendida desde Marruecos a la península, fruto de una conspiración en la que
participaron José Sanjurjo, Emilio Mola, Francisco Franco, Gonzalo Queipo de
Llano, Galarza y otros oficiales, supuso el estallido de una Guerra Civil más
larga de lo imaginado por los insurrectos, desbordados ante el cariz del choque
bélico. La resistencia republicana, especialmente férrea en Madrid, Cataluña,
Levante y algunos puntos del norte peninsular, trastocó los cálculos iniciales
y obligó a los sublevados a cambiar el guión y convertir un clásico
pronunciamiento en lo que ellos denominaron “cruzada del Glorioso Alzamiento
Nacional, orientada a la reconstrucción espiritual de España frente a las
hordas marxistas”.
La sociedad civil de ambos bandos
sufrió los rigores de una guerra incomprendida, que los dividió en dos frentes
irreconciliables. La desarticulación de la España republicana promovió ensayos
de revolución social y política, al amparo de la socialización de los medios de
producción, las colectivizaciones agrarias y el control obrero de la industria
y la gestión de los servicios básicos. Por su parte, en el lado opuesto, la
construcción del nuevo Estado, una simbiosis político-religiosa de difícil
catalogación, ocupó los desvelos de la Junta de Defensa Nacional y de Franco en
concreto, a quien disposiciones de 1938 y 1939 (30 de enero y 8 de agosto,
respectivamente) designaron jefe del Estado, del gobierno, del partido único
(Falange Española Tradicionalista y de las JONS) y de las Fuerzas Armadas, con
carácter vitalicio. La ayuda germana e italiana a las tropas franquistas, más
importante que la soviética obtenida por Juan Negrín (en 1936 ministro de
Finanzas del gobierno presidido por Largo Caballero) ante la negativa oficial a
intervenir en la contienda de británicos y franceses —al margen de los miembros
de las Brigadas Internacionales—, fue determinante de cara al resultado final
del conflicto.
La victoria franquista, anunciada con
solemnidad el 1 de abril de 1939, más que la paz inició una dura posguerra en
un país arrasado y con un elevado balance de pérdidas humanas y materiales. La
regresión económica, a tono con la involución de la estructura de la población
activa hacia el sector agrario, irá acompañada de una política represiva,
difícil de cicatrizar en la sociedad española.
8.5.6
|
El franquismo
(1939-1975)
|
Durante casi cuatro décadas, las que
median entre 1939 y 1975, España vivió bajo las órdenes del general Francisco
Franco, carismático vencedor de la Guerra Civil. El triángulo de sustentación del
18 de julio: Ejército, Falange e Iglesia, con su reparto de papeles coactivo,
ideológico y legitimador, cimentó un régimen autoritario y paternalista, capaz
de adaptar los ingredientes totalitarios al contexto hispano. El caudillaje
plenipotenciario de Franco condicionó por completo este diseño personal, al que
se fueron añadiendo ciertas dosis de flexibilidad, a medida que la política
internacional evolucionaba hacia una mayor tolerancia y posiciones
antifascistas.
Bajo la coartada de la ‘democracia
orgánica’ y en una clara operación de maquillaje, se fue fraguando la lenta
institucionalización del régimen, que se dilató desde 1938 (fecha de aprobación
del Fuero del Trabajo) hasta enero de 1967 cuando ve la luz la Ley Orgánica del
Estado, ratificadora de su envoltura arcaica, confesional y carente de partidos
políticos. En el trayecto quedan otras cinco Leyes Fundamentales, de rango
similar y carácter dogmático u orgánico, con las que se pretende completar la
‘Constitución fragmentada’ del franquismo, si aceptamos el eufemismo al uso
(Ley Constitutiva de las Cortes Españolas de 1942, Fuero de los Españoles y Ley
del Referéndum Nacional de 1945, Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de
1947 y Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, de mayo de
1958, delimitadora de una monarquía tradicional, católica y social).
El desarrollo interno del franquismo admite
una relajada disección al coincidir prácticamente sus hitos referenciales con
los indicadores sociales, políticos y económicos que marcan el tránsito de una
década a otra. Mientras los años de la década de 1940 se caracterizaron por la
introspección y la autarquía, imprescindibles para alcanzar la pretendida
autosuficiencia económica, prorrogada tras finalizar la II Guerra Mundial
por desentendimiento con los vencedores, la década bisagra de 1950 presentó
connotaciones muy diferentes. Tras el aislamiento exterior y la mal disimulada
neutralidad y no beligerancia, en estos años centrales del siglo XX se
consuma la inserción internacional y el afianzamiento peninsular del régimen,
merced a la firma en 1953 de pactos económicos y militares con Estados Unidos y
el Concordato con la Santa Sede, coetáneos en el ámbito interior al Plan de
Estabilización y los primeros sondeos planificadores de la sociedad del
bienestar.
La década de 1960, tan impactante
en todo el mundo, significó para España la consecución de un desarrollo
económico sin precedentes, no exento de desequilibrios sectoriales y
regionales, así como un giro tecnocrático en la vida política, que mostró
síntomas de apertura y adaptación. Las migraciones de uno y otro signo que
surcaron la geografía nacional con sus secuelas demográficas y especulativas,
las transformaciones socioeconómicas y las consignas del exterior impulsaron,
con el beneplácito de la nueva clase dirigente, el adiós al anquilosamiento
político. Al igual que había sucedido en 1956, pero con mayor intensidad y
carga ideológica, la agitación estudiantil y la conflictividad obrera
patentizaban, desde otro ángulo de análisis, la necesidad de cambios profundos.
La confluencia en la década de
1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta procedencia
(crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo, problemas
saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su permanencia. La
larga agonía del general Franco, fallecido en noviembre de 1975, simbolizó el
agotamiento del sistema, mientras el pueblo se interrogaba sobre la capacidad
de supervivencia del franquismo sin su principal hacedor.
8.5.7
|
La monarquía
democrática de Juan Carlos I (1975- )
|
Muerto Franco y ante la sorpresa
internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma y en el
fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la legalidad
corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada por el
monarca la nueva situación, comenzó su andadura la transición política, un
largo y complejo periodo donde se conjugaron circunstancias favorables ni
siquiera barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y
suerte, maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la
legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado
reajuste político.
La vía elegida para tal fin fue la
reforma, en lugar de otras más radicales (ruptura, revolución), máxime al
constatar la tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos
necesarios para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan
Carlos I de ser “rey de todos los españoles”. En el verano de 1976, la
designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de
Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de
reforma política que, en un año escaso y con la estimable ayuda de Torcuato
Fernández-Miranda, desembocará en elecciones generales, una práctica olvidada
en este país desde la etapa republicana.
El texto constitucional promulgado en
diciembre de 1978, fruto del consenso de la pluralidad de fuerzas políticas,
define a España como un Estado de derecho, democrático y social. A este tercer
intento democratizador contemporáneo no le faltaron problemas: los sectores
reacios al cambio se escandalizaron con ‘provocaciones’ como la legalización
del Partido Comunista, la reforma autonómica, la conflictividad social, la
laicización y la crisis económica. El intento golpista del 23 de febrero de
1981 así lo demuestra, al igual que la inutilidad jurídica de pretender
justificar actos como éste apelando al ‘estado de necesidad’.
La victoria socialista obtenida en las
elecciones de 1982 por mayoría absoluta, con un programa capaz de atraer a diez
millones de votantes, simbolizó la reconciliación nacional y la normalización
de la vida pública. El liderazgo ejercido por Felipe González, presidente del
gobierno y secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por
espacio de trece años, se correspondió con una declarada vocación europeísta y
un empeño modernizador difícil de negar. Sin embargo, la escalada de la
corrupción, el incremento del desempleo, los titubeos en la redistribución de
recursos y la crisis ideológica que atenazaba al pensamiento occidental en esos
últimos años defraudaron muchas esperanzas.
En las elecciones generales de marzo de
1996, el Partido Popular (PP) se hizo con las riendas del gobierno por un
estrecho margen de votos, lo que le condujo a pactar con los nacionalistas
vascos y catalanes. Esto entraña una seria dificultad para el PP a la hora de
llevar a la práctica el programa de gobierno propuesto durante la campaña
electoral. La alternancia democrática está garantizada, pero los retos que
tenía por delante el gobierno de José María Aznar, en especial el cumplimiento
de los acuerdos de Maastricht y la convergencia con Europa, exigen más que
buenas intenciones.
Para lograrlo, el Partido Popular
adoptó unas medidas de austeridad y recorte presupuestario, dentro del marco de
una importante reforma económica y laboral, para tratar también así de
solventar el problema del desempleo, llegando a un acuerdo con los agentes
sociales (empresarios y sindicatos). Al mismo tiempo, el gobierno de Aznar tuvo
que hacer frente a la violencia de ETA y de los miembros de Jarrai (las
juventudes de la Koordinadora Abertzale Sozialista, en la que también se
integra ETA), así como al esclarecimiento de los atentados perpetrados por los
Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) llevados a cabo contra militantes
etarras entre 1983 y 1987.
La conjunción de una serie de
factores —tales como la eficacia policial, el aumento del rechazo por parte de
la ciudadanía hacia la persistencia de atentados, la constatación entre sus
miembros de que la vía seguida en Irlanda del Norte era una opción plausible
para poner fin al conflicto— hicieron que la organización terrorista decretara,
en septiembre de 1998, un alto el fuego indefinido, ratificado en varios
comunicados emitidos en los últimos meses de 1998 y los primeros de 1999. No
obstante, el 28 de noviembre de ese último año, ETA puso fin a dicho alto el
fuego, demostrando así que su intención no había sido otra que profundizar en
lo que los terroristas denominaban “proceso de construcción nacional” vasco. En
enero de 2000, la organización reanudó la comisión de atentados.
Con una participación del 69,98%; el PP
obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones legislativas celebradas el 12 de
marzo de 2000, al lograr el 44,54% de los votos emitidos para renovar el
Congreso de los Diputados y 183 escaños (y 127 senadores). El PSOE perdió 16
actas de diputados respecto a los comicios anteriores y se quedó con un 34,08%
de votos y 125 escaños (y 61 senadores). Convergència i Unió (CiU) se convirtió
en la tercera formación política en número de escaños (15 diputados y 8
senadores) e Izquierda Unida (IU) tan sólo obtuvo el 5,46% y 8 actas de diputado
(y ningún senador).
El 1 de enero de 2002 marcó
la fecha de la entrada en circulación del euro en España. Culminaba así uno de
los pilares básicos del proceso de integración económica europea, en torno al
cual se había vertebrado, igualmente, la política exterior española de los años
anteriores. Por lo que respecta a este aspecto internacional, el segundo
periodo presidencial de Aznar estuvo marcado por otros dos referentes
fundamentales: el proceso de negociaciones abierto con el Reino Unido acerca de
Gibraltar, y el progresivo deterioro de las relaciones diplomáticas con
Marruecos como consecuencia de toda una serie de factores de desencuentro que
culminaron en la denominada crisis de Perejil (este islote deshabitado, llamado
Leïla por los marroquíes y situado a pocos metros de sus costas, fue ocupado el
11 de julio de 2002 por efectivos militares de este país, cuyo gobierno puso
así en discusión la soberanía española sobre el territorio; durante ese mismo
mes, fueron desalojados por tropas españolas que permanecieron durante unos
días en el islote).
Decidido a completar su programa en
esta segunda etapa, Aznar promovió desde el ejecutivo numerosas iniciativas
legislativas (Plan Hidrológico Nacional, Ley Orgánica de Calidad de la
Educación, Ley de Sanidad, reforma del Código Penal). Muchas fueron criticadas
por el principal partido de la oposición, el PSOE, con cuyo líder, José Luis
Rodríguez Zapatero, mantuvo Aznar serias diferencias. Éstas alcanzaron sus
máximas cotas con motivo del desastre del Prestige (noviembre de 2002) y
por el significado alineamiento de Aznar junto al gobierno estadounidense de
George W. Bush durante la crisis de Irak (finales de 2002 e inicios de 2003).
Sus posiciones estuvieron mucho más próximas, en cambio, en materia antiterrorista;
así, el Pacto de Estado por las Libertades y contra el Terrorismo, firmado por
el PSOE, el PP y el gobierno en diciembre de 2000, sirvió de marco para
posteriores actuaciones como la Ley de Partidos Políticos.
El 11 de marzo de 2004,
varias bombas explotaron en diversos trenes de las líneas ferroviarias de
cercanías de Madrid, causando la muerte de más de 190 personas y más de 1.700
heridos. Las investigaciones policiales no tardaron en descubrir que aquellos
atentados terroristas del 11-M habían sido perpetrados por terroristas
islamistas. En las elecciones generales que tuvieron lugar tres días después de
este trágico suceso, el PP, que obtuvo 148 diputados, fue derrotado por el PSOE
(164 actas en el nuevo Congreso). Las siguientes formaciones más votadas fueron
Convergència i Unió (10), Esquerra Republicana de Catalunya (8), el Partido
Nacionalista Vasco (7) e Izquierda Unida (5). Estos resultados permitieron a
los socialistas formar un nuevo gobierno, presidido por Rodríguez Zapatero.
Poco después, el 13 de junio, el PSOE volvió a vencer en las urnas, esta vez en
las elecciones al Parlamento Europeo. El 22 de mayo de ese mismo año, entre la
celebración de ambos comicios, Felipe de Borbón y Grecia, príncipe de Asturias
y heredero de la corona española, contrajo matrimonio con Letizia Ortiz
Rocasolano. En un referéndum celebrado el 20 de febrero de 2005, algo más del
76% de los votantes dio su aprobación al proyecto de Tratado para el
establecimiento de una Constitución para Europa.
En marzo de 2006, ETA declaró, por
primera vez, un “alto el fuego permanente”. Sin embargo, tal tregua vio pronto
su fin, ya que el 30 de diciembre de ese mismo año, la organización terrorista
perpetró un nuevo atentado, en el aeropuerto de Barajas (Madrid), que costó la
vida a dos personas. Posteriormente, en junio de 2007, ETA daría por finalizado
aquel alto el fuego.
Las elecciones generales del 9 de marzo de
2008 significaron un nuevo triunfo del PSOE, que obtuvo 169 escaños,
suficientes para que Rodríguez Zapatero continuara al frente del gobierno en la
siguiente legislatura. El PP se mantendría, por tanto, en la oposición, pese a
que sus 154 diputados mejoraban sus resultados de 2004. El hecho de que entre
ambas formaciones aglutinaran 323 de los 350 asientos del Congreso aminoraba el
peso del resto de fuerzas políticas, que, en líneas generales, vieron reducidas
sus respectivas representaciones parlamentarias.