Los paíse: Constitucionalismo
español
Constitucionalismo español, proceso a través del
cual el Estado español se ha dotado desde 1812 de una serie de normas magnas
(constituciones).
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CARACTERÍSTICAS GENERALES
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La Constitución aprobada en 1812
por las Cortes de Cádiz convirtió a España en uno de los primeros países del
mundo en adentrarse por la senda del liberalismo político-constitucional, un
camino abierto por Estados Unidos y Francia con sus textos pioneros de 1787 y
1791, respectivamente. A pesar de esta madrugadora incorporación española y su
onda expansiva al otro lado del Atlántico merced al proceso de emancipación
colonial, la inestabilidad es el rasgo más destacado de su historia
constitucional contemporánea, sin olvidar las largas interrupciones sufridas en
el siglo XX bajo las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco.
Así lo acreditan las ocho Constituciones vigentes en su haber hasta el momento
actual (1812, 1834, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978), otras dos
constituciones aprobadas y sin tiempo para entrar en vigor (1856 y 1873),
varios proyectos debatidos que no llegan a aprobarse (por ejemplo, el de Juan
Bravo Murillo de 1852 y el de Primo de Rivera de 1929), y unas cuantas reformas
constitucionales.
El ejemplo español, neto
exponente del mundo latino, donde la inestabilidad constitucional ha sido
sinónimo de inestabilidad política (a excepción de Francia, con una docena de
constituciones en su recuento particular), resulta la antítesis de los países
anglosajones, ya sea el modelo británico carente de un documento escrito o el
ejemplo de Estados Unidos, sustentado por espacio de dos siglos en su primera y
única Constitución varias veces reformada.
A la hora de analizar
los porqués de este trasiego constitucional en España y las dificultades para
la consolidación de un Estado liberal y democrático de derecho, los
especialistas apuntan a factores externos que condicionan el arraigo del
constitucionalismo, junto a elementos intrínsecos poco favorables para el éxito
de la empresa. La falta de originalidad de los textos españoles es uno de
ellos, perceptible tanto en las influencias foráneas recibidas de modelos
diversos (Francia, Bélgica, parlamentarismo británico, República de Weimar,
México), como en su indisimulada interdependencia. No obstante, no es difícil
apreciar en el constitucionalismo español una gran similitud de fondo y básicas
coincidencias en la forma de gobierno (monarquía) y en la forma de Estado
(centralista). A este consenso en lo fundamental y leves matices diferenciales,
sólo dos textos escapan del entramado constitucional peninsular (si se excluye
la regulación aprobada en 1978): el proyecto de 1873 y la Constitución de 1931,
ambos partidarios de un régimen republicano y de vías diferenciadas en la
estructuración territorial del Estado (federal y autonómica, respectivamente).
Otro rasgo interno decisivo
en el discurrir de la España contemporánea es el fuerte contenido ideológico de
los textos constitucionales, que se alejan del sentido liberal clásico en
cuanto norma fundamental de convivencia. Las constituciones españolas son
constituciones-programa en las que el partido en el gobierno (moderado,
progresista, democrático) volcó, por lo general, sus postulados ideológicos al
detalle y, en consecuencia, obligó a cambiar de sintonía cada vez que se
producía una alternancia en el poder.
La inexistencia de un
Estado fuerte, garante de la estabilidad política y el desarrollo normativo,
hizo que dichos relevos en las elites gobernantes se realizaran por la vía del
pronunciamiento militar, cuya recurrente presencia jalonó durante muchos años
la España contemporánea. El juego político librado al margen de la Constitución
y la opinión pública con manifiesto desarraigo e inconsistencia contribuyó a
explicar que, en cualquier momento, un golpe militar, motín o conjura palaciega
dieran al traste con la normativa en vigor. La clase política se sirvió del
poder para legislar en función de sus intereses y no dudó en utilizar el
Ejército como instrumento extraconstitucional para, en lugar de defender la
legalidad, alterar el orden vigente. Basta con observar el cuadro de
permanencia de las constituciones españolas para percatarse de ello.
La única variante a esta
norma común proviene de la Constitución de 1845, una de las más duraderas del
panorama nacional, elaborada según la secuencia prevista en el texto anterior
de 1837. Además de la escasa vigencia constitucional, la frecuente suspensión de
garantías por parte de los capitanes generales ahondó la distancia entre la
teoría y la praxis al restringir el cumplimiento efectivo de lo estipulado, y
ayudó a enturbiar un poco más la deteriorada imagen de inobservancia y
violaciones del orden constitucional, característica de la España
contemporánea. Una estampa que se halla condicionada, asimismo, por factores
externos definidores de un contexto histórico nada propicio al desarrollo
estable del sistema político, como se tendrá ocasión de comprobar al acometer la
periodización y significado del constitucionalismo español.
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FASE DE INICIACIÓN CONSTITUCIONAL
(PRIMER TERCIO DEL SIGLO XIX)
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Las Cortes de Cádiz
Las reuniones de las Cortes establecidas
en la ciudad española de Cádiz tras la invasión napoleónica de la península
Ibérica culminaron con la redacción, aprobación y promulgación de la primera
Constitución de la historia de España. Esta pintura, La promulgación de la
Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra que actualmente se encuentra en
el Museo Histórico Municipal de Cádiz, ilustra el momento en que tuvo lugar tal
acontecimiento.
Tras las abdicaciones de Bayona
de Carlos IV y Fernando VII, España mantuvo entre 1808 y 1814 una dualidad de
poderes donde convivieron traumáticamente los partidarios de la solución
oficial encabezada por el rey José I, hermano de Napoleón I Bonaparte, y un
pueblo alzado en armas contra el invasor francés. El contexto bélico de la
guerra de la Independencia y la tenue reforma política inherente al Estatuto de
Bayona de 1808 no impidieron que una minoría de españoles intentara aprovechar
la delicadeza del momento para, en lugar de reclamar el retorno de Fernando VII
y del Antiguo Régimen, acabar de una vez con él y dar auténtica réplica
constitucional a la aludida carta otorgada napoleónica.
Estos doceañistas (nombre que
recibieron quienes aprobaron o siguieron los preceptos constitucionales de
1812), y de manera especial Agustín de Argüelles, fueron los responsables de la
redacción y puesta a punto del texto aprobado por las Cortes de Cádiz el 19 de
marzo de 1812, verdadero arranque del constitucionalismo en España. Frente a la
representación orgánica consustancial al viejo ordenamiento, en ella se defendió
por vez primera y siguiendo los postulados liberales de Emmanuel Joseph Sieyès
el carácter inorgánico proporcional a la población, que identificaba a los
diputados a Cortes con los intereses generales y no con los de un estamento
concreto. La proclamación del sufragio universal para los varones mayores de 25
años con vistas a la elección del Parlamento unicameral, aunque se reguló
mediante un sistema indirecto a cuatro grados (electores de parroquia, de
partido, de provincia y diputados) que desvirtuaba en parte la generalidad del
proceso, supuso un vuelco trascendental con el pasado. Lo mismo ocurría con el
reconocimiento de principios políticos tales como la soberanía nacional y la
división de poderes en la terna ejecutivo, legislativo y judicial, sin ningún
tipo de interferencias (incompatibilidad entre el cargo de diputado y el de
secretario de Despacho, equivalente a ministro), junto a otras novedades que
configuraron este abultado corpus (384 artículos) de gran calado constitucional
y que, de forma intencionada, preveía su propia reforma de manera muy rígida,
en aras de su estabilidad.
A pesar de las precauciones
aducidas, la realidad política española discurrió por otros derroteros. La
monarquía limitada derivada de esta regulación nada tendrá que ver con el
absolutismo imperante en España tras el retorno de Fernando VII en 1814. Hasta
su fallecimiento, acaecido en 1833, y salvo el breve paréntesis del Trienio
Liberal (1820-1823), la Constitución gaditana no gozó de aplicación práctica
alguna y sus más significados valedores sufrieron los rigores de la represión y
el exilio. Durante la minoría de edad de Isabel II y ante la preocupante
situación del país en plena conflagración civil (primera Guerra Carlista), la
regente María Cristina de Borbón sancionó en abril de 1834 el Estatuto Real,
una carta otorgada a la vieja usanza, y no propiamente una constitución,
mediante la cual la monarquía se desprendió de algunas atribuciones en un
alarde altruista impelido por la adversidad circundante. Sus 50 artículos se
limitaron a regular de manera escueta los requisitos para la convocatoria a
Cortes, su estructura bicameral (Cámara de Próceres y de Procuradores) y
funcionamiento, sin abordar compromisos políticos de mayor envergadura por
expresa voluntad regia fielmente asumida por Francisco Martínez de la Rosa y
Francisco Javier de Burgos, sus principales inspiradores.
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FASE DE CONSOLIDACIÓN DEL RÉGIMEN
LIBERAL (SEGUNDO TERCIO DEL SIGLO XIX)
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La inoportunidad del momento
en que surgió el constitucionalismo en España resulta evidente, en plena
invasión francesa, donde todo lo proveniente del otro lado de los Pirineos era
tachado a nivel popular de antiespañol, incluyendo en dicho lote tanto a las
personas físicas como a su propia ideología, sintetizada en el liberalismo
político. La monarquía absoluta de Fernando VII se encargó de apuntalar este
proceso involucionista; de ahí que su muerte, sobrevenida en 1833, simbolice el
final del Antiguo Régimen y el advenimiento del nuevo orden liberal bajo el
disputado trono de Isabel II. Dentro del reinado isabelino, que se prorrogó
hasta la revolución de 1868, recibieron su aprobación las constituciones de
1837, 1845 y 1856, si bien esta última careció del margen suficiente para su
puesta en vigor; de ahí su histórico apodo de nonata.
La sublevación de La Granja
(que, con una orientación filoliberal, tuvo lugar en el verano de 1836, en el
Real Sitio homónimo, situado en la localidad segoviana de San Ildefonso)
desembocó de forma un tanto accidentada en la nueva Constitución de 1837,
redactada por el veterano Argüelles y por Salustiano de Olózaga, joven valor
del Partido Progresista. Su contenido denotaba un carácter transaccional
visible en la combinación de elementos progresistas (soberanía nacional, división
de poderes, determinados derechos y libertades), junto con rasgos sustanciales
del moderantismo político (Parlamento bicameral, fortalecimiento del poder
real). Esta intencionada versatilidad de cara a las dos facciones liberales
(progresistas y moderados), en unos momentos difíciles con la Guerra Carlista
al fondo, se unió a su flexibilidad en el procedimiento de reforma, clave para
entender el nacimiento pacífico y excepcional en la España de la época del
texto constitucional de 1845, circunscrito estrictamente en su gestación a los
trámites legales previstos en la normativa anterior.
La Constitución promulgada el 23
de mayo de 1845, una de las más estables del panorama español al dilatar su
vigencia hasta 1868, salvo un pequeño corte intermedio (1854-1856), recogía en
su interior los postulados políticos del moderantismo en el poder, que fue la
tendencia dominante en la vida pública española durante el segundo tercio del
siglo XIX (la llamada Década Moderada y el gobierno de la Unión Liberal). Entre
sus principios básicos cabe destacar la soberanía conjunta Rey-Cortes, que
reforzaba el papel ejecutivo del monarca y le añadía competencias legislativas
de cariz decisorio (veto absoluto, disolución de las Cortes, nombramiento y
separación de los ministros), así como el carácter conservador del Senado
(ilimitado, vitalicio y designado por el rey) y la restricción de las
libertades ciudadanas perceptible, entre otros indicadores, en un mayor recorte
del sufragio.
En este sentido, el texto
nonato de 1856, de signo progresista y fraguado a raíz del pronunciamiento de
Vicálvaro (la Vicalvarada, que tuvo lugar dos años antes), contrario al
liderazgo conservador, intentará por primera vez aunque de manera infructuosa
ensayar una tímida libertad de conciencia frente a la confesionalidad del
Estado y una composición electiva del Senado en términos similares al Congreso
de los Diputados. La escasa duración del Bienio Progresista (1854-1856),
clausurado militarmente por Leopoldo O’Donnell en el verano de 1856, impidió la
plasmación práctica de estas novedosas medidas y del restante articulado
constitucional.
En la España isabelina, los
levantamientos militares fueron el principal detonante de los cambios
constitucionales, que giraron siempre en torno a las dos opciones liberales en
liza y con un neto protagonismo del sector moderado. A la paz social de la
época coadyuvaron otros instrumentos de signo coactivo (creación de la Guardia
Civil en 1844), o de influencia más sutil (Concordato de 1851, símbolo de la
reconciliación entre la Iglesia y el Estado), cómplices valiosos en el
mantenimiento de la tranquilidad ciudadana. Ahora bien, garantizar el orden
público resultaba menos complejo que lograr una estabilidad política en un país
donde la participación popular brillaba por su ausencia, en virtud del sufragio
censitario (derecho al voto sólo para determinados propietarios) defendido por
moderados y progresistas con ligeras variantes en el cómputo de exigencias, y
donde no existía un sistema de partidos, ya que el juego político discurría al
compás de los avatares domésticos de unos grupos de notables, liderados por
militares (Ramón María Narváez, Leopoldo O’Donnell, Baldomero Fernández
Espartero) y carentes de cuadros técnicos, bases sociales y arraigo popular.
Esta manifiesta endeblez del sistema político supuso una de las lacras de la
España del siglo XIX, hipotecada por las interferencias entre el poder civil,
militar y religioso, y resistente a todo conato sólido de modernización.
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PRIMER INTENTO DE ACCEDER A UN ESTADO
DEMOCRÁTICO (1868-1874)
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Disolución del Congreso español en 1874
La litografía reproducida aquí, obra de
Fernando Miranda que se encuentra en el Museo Municipal de Madrid (España),
representa la disolución del Congreso de los Diputados español llevada a cabo,
en enero de 1874, por el general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque. Se
trató de un verdadero golpe militar que cerró el desarrollo político de la I
República y del principio del fin del periodo que dio en llamarse Sexenio
Democrático.
El pronunciamiento encabezado
por el brigadier Juan Bautista Topete en Cádiz a mediados de septiembre de 1868
consiguió, en pocos días y con el inestimable apoyo de Juan Prim y Prats,
enviar al exilio a la reina Isabel II e introducir al país por una sinuosa
senda regeneracionista. Durante el Sexenio Democrático comprendido entre 1868 y
1874, se vivió una intensa etapa de cambios políticos donde tuvieron cabida
nuevas fórmulas democráticas de índole monárquica (Amadeo I) y republicana
(I República), junto a ópticas territoriales del Estado de cuño
descentralizador, federal, cantonal y, una vez más, fuertemente unitario.
Militares como Manuel Pavía y Arsenio Martínez Campos, autores materiales de
los levantamientos consumados en enero y diciembre de 1874, junto al político
conservador Antonio Cánovas del Castillo, fueron los responsables del doble
retorno en 1875 a la forma de gobierno monárquica y de la Casa de Borbón, de la
mano de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II.
En estos agitados años,
donde se agolparon múltiples tentativas políticas a la postre fracasadas,
destacaron los textos constitucionales de 1869 y 1873, este último sin tiempo
siquiera para conseguir su aprobación parlamentaria. La Constitución del 6 de
junio de 1869 representó el primer modelo democrático de la España
contemporánea, en un intento de superar el techo impuesto por el liberalismo
moderado hasta entonces en el poder. El carácter electivo de ambas cámaras
parlamentarias, la preocupación por la independencia del poder judicial y,
sobre todo, el reconocimiento expreso del sufragio universal para los varones
mayores de 25 años (soberanía popular) y de los derechos de reunión y
asociación, así como la libertad de cultos frente a la secular intolerancia,
situaron a España en el ámbito de las libertades, a larga distancia del
clausurado contorno isabelino. La renuncia de Amadeo I al trono español provocó
la irregular proclamación de la República en febrero de 1873 y la elaboración
durante el verano del mencionado proyecto constitucional, de innegable interés
y originalidad (que instauraba una república federal integrada por 17 estados),
pero con un inacabado apoyo legislativo ante un país en constante proceso de
radicalización y brotes bélicos (insurrección cantonal y tercera Guerra
Carlista). Los aludidos golpes militares de 1874 se encargaron de facilitar la
vuelta atrás.
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EL RÉGIMEN OLIGÁRQUICO DE LA
RESTAURACIÓN (1875-1923/1930)
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El más de medio siglo
de historia correspondiente a los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII,
periodo que recibió la denominación de Restauración, supuso una de las épocas
más estables de España desde el punto de vista constitucional, al mantener su
vigencia durante estos años un mismo texto, ni siquiera derogado por Primo de
Rivera en 1923, aunque al declararlo en suspenso lo convirtió en papel mojado
hasta el ocaso de su dictadura en 1930. La Constitución promulgada el 30 de
junio de 1876 acabó por llegar a ostentar un récord de longevidad de la
contemporaneidad española y desveló sin fisuras el ideario moderado defendido
por su principal artífice, Cánovas del Castillo, jefe del Partido Conservador.
En ella se potenció de forma explícita el papel de la monarquía y, en rechazo
al subversivo Sexenio Democrático (1868-1874), el retorno a los viejos moldes
de confesionalidad y limitado sumario de derechos y libertades, mermado incluso
años después (restablecimiento del sufragio censitario en diciembre de 1878, en
vigor hasta la Ley Sagasta del 26 de junio de 1890 que asumía, con carácter
irreversible, el sufragio universal masculino).
Durante estas décadas de neto
predominio monárquico y de postración de otras opciones antidinásticas y
republicanas, el juego político se articuló en torno al triple eje dibujado por
el bipartidismo de conservadores y liberales, con sus carismáticos líderes
Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta como figuras principales
y el consiguiente turnismo de ambas facciones en el poder, así como el
caciquismo como elemento clientelar institucionalizado, clave para explicar la
puntual alternancia política conseguida durante la Restauración. A medida que
discurrió el siglo XX, la desaparición de los experimentados dirigentes y la
progresiva incorporación de las masas a la vida pública se tradujeron en una
atomización del mapa político, disensiones internas y la consecuente dificultad
a la hora de formar gobiernos estables. Fracasados los gabinetes de gestión y
concentración, el autoproclamado ‘cirujano de hierro’ Miguel Primo de Rivera
decidió pronunciarse en Barcelona el 13 de septiembre de 1923, lo que abrió
paso a una dictadura militar y civil que se prolongó hasta enero de 1930. La
caída del dictador arrastró, en pocos meses, a la propia monarquía y al rey
Alfonso XIII, al que muchos negaron legitimidad desde su aceptación golpista,
que puso punto final a las pautas constitucionales y a la monarquía
parlamentaria para militarizar la vida pública.
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SEGUNDO INTENTO DE AFIANZAR UN ESTADO
DEMOCRÁTICO (1931-1936)
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Constitución española de 1931
La II República supuso el principal
intento de crear un Estado verdaderamente democrático en España hasta los
logros de la transición iniciada a mediados de la década de 1970. La
Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931 fue su eje legal fundamental.
Aquí aparece la primera página de la misma, en la cual se aprecia la efigie del
presidente de las Cortes Constituyentes que crearon dicha ley magna: Julián
Besteiro.
Las elecciones municipales
celebradas durante la primavera de 1931 rebasaron, a juicio de los analistas,
una simple renovación de concejalías para convertirse en un auténtico
plebiscito a favor o en contra de la balbuciente monarquía alfonsina. Los
resultados favorables a los candidatos republicanos en los principales municipios
condujeron a la proclamación de la II República el 14 de abril y la salida
del país de Alfonso XIII a fin de evitar, según sus palabras, males mayores.
Sobre las Cortes constituyentes surgidas de las urnas en la convocatoria
general del mes de junio recayó la ardua tarea de elaborar un nuevo texto
normativo, ajustado a la singularidad del momento histórico.
La Constitución aprobada el 9 de
diciembre de 1931 sustentó el segundo intento nacional por acceder a un Estado
democrático, aprovechando en algunos puntos innovaciones jurídicas de
vanguardia para caer en otros en graves contradicciones. Quizá la más
significativa del consenso inicial que arropó el cambio y sus futuras
discrepancias fue la nebulosa imagen del régimen reflejada en el artículo
primero de la Constitución, por el cual se definía a España como “una República
de trabajadores de toda clase”, en indisimulada alusión a las contrapuestas
percepciones de la realidad entre la clase política. Como avances más
reseñables cabe citar la preocupación, que absorbe casi un tercio del
articulado, por fijar un amplio catálogo de derechos individuales (sufragio
universal para hombres y mujeres mayores de 23 años), y relativos a la familia,
la economía y la cultura, todo ello dentro de un Estado laico y autonómico en
su estructuración territorial, alejado del centralismo y de fórmulas federales
fallidas en el pasado. La decantación por un Parlamento unicameral, y el poder
adjudicado al presidente de la República, a caballo entre el sistema
presidencialista y el parlamentario, son otras de sus novedosas aportaciones.
Ahora bien, la torpeza de algunas reformas emprendidas que alimentaron una
vasta campaña de ideas e intereses opuesta al régimen, y las dificultades para
modernizar un país desarticulado y en imparable bipolarización social, animaron
al general Franco y otros militares a alzarse en armas contra la legalidad
republicana el 18 de julio de 1936, dando así comienzo a la Guerra Civil, cuyo
final supuso la derrota de los principios de la II República.
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LA ATIPICIDAD DE LAS LEYES FUNDAMENTALES
DEL FRANQUISMO (1939-1975)
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La España gobernada por
Franco desde 1939 hasta 1975 (desde 1936, si se retrotrae la fecha de inicio a
su dominio sobre determinadas zonas durante la Guerra Civil) careció de una norma
constitucional reguladora del Estado en favor de un régimen personalista
identificado con el general, quien, en virtud de tempranas disposiciones del 30
de enero de 1938 y del 8 de agosto de 1939, disfrutó de plenos poderes y se
convirtió vitaliciamente en jefe del Estado, del gobierno, del partido único y
de las Fuerzas Armadas. Será la propia institucionalización del franquismo y su
adecuación a las cambiantes circunstancias internas y exteriores, las que
expliquen la paulatina promulgación a lo largo de estas décadas de las
denominadas Leyes Fundamentales, interpretadas por algunos juristas como un
simulacro de constitución fragmentada. Con innegable confusionismo, dos de
estas leyes pretendieron estructurar el ya existente compendio de derechos y deberes
de los españoles (Fuero del Trabajo del 9 de marzo de 1938 y Fuero de los
Españoles del 17 de julio de 1945), mientras que las cinco restantes se
ocuparon de la parte orgánica del Estado, siempre en función de un modelo
arcaico y confesional, sin partidos políticos y con un significativo retorno al
organicismo del Antiguo Régimen (Ley Constitutiva de las Cortes Españolas del
17 de julio de 1942; Ley del Referéndum Nacional del 22 de octubre de 1945; Ley
de Sucesión a la Jefatura del Estado del 26 de julio de 1947; Ley de Principios
Fundamentales del Movimiento Nacional del 17 de mayo de 1958, y Ley Orgánica
del Estado del 10 de enero de 1967).
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LA CONSTITUCIÓN DE 1978
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El fallecimiento del general
Franco en noviembre de 1975 abrió las puertas a un atractivo y atípico proceso
en la forma y en el fondo de transición a la monarquía democrática de Juan
Carlos I desde la legalidad corporativa franquista. Aprobado por las Cortes el
proyecto de Ley para la Reforma Política a instancias del presidente del
gobierno Adolfo Suárez, fue sometido a referéndum en diciembre de 1976 para
acabar transformándose en Ley del 4 de enero de 1977. Las nuevas Cortes
elegidas por sufragio universal en la histórica cita de junio de ese año
lograron consensuar una Constitución promulgada el 29 de diciembre de 1978, en
un ilusionado tercer empeño por consolidar un Estado democrático y de derecho
en la España contemporánea.
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