Contrato, figura que define el
acuerdo de voluntades destinado a producir efectos jurídicos.
En Roma ya existía un
numerus clausus de contractus, pero no una categoría general de
contrato, y los demás acuerdos eran nudum pactum, es decir, sin ninguna
eficacia jurídica. Mas tarde se logró dar cierta eficacia jurídica a los
simples acuerdos mediante formas solemnes, como la stipulatio, tipo de
promesa sometida a reglas muy estrictas. En este mismo sentido apareció la
forma literal, por la cual se inscribía en el libro de contabilidad
doméstica del deudor la obligación, y la forma real, por la que al
entregar un bien surgía la obligación de restituirlo. Todo lo anterior no son
más que ritos y procedimientos usuales, que otorgaban una vinculación jurídica
a la obligación que mediante ellas se constituía, pero esa vinculación provenía
de la forma, y no del propio acuerdo de voluntades. Con los años se concretaron
y especificaron en Roma los contenidos contractuales, que eran los más básicos
para una sociedad como la romana: compraventa, arrendamiento de bienes y
servicios, mandato y sociedad. Junto a ellos se desarrollaron los contratos
innominados, que podían estar dentro de alguna de estas clases: do ut des,
facio ut facias, do ut facias y facio ut des. En este momento de la
historia seguía sin perfilarse la figura del contrato y sólo podemos hablar de
contenidos contractuales, unos típicos y otros innominados, pero en ningún caso
la voluntad era suficiente para obligarse.
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HISTORIA
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La llegada del Derecho
de los pueblos germanos implicó un retroceso respecto a la incipiente evolución
hacia la categoría de contrato, por cuanto estas comunidades mezclaban un
fuerte elemento formal con elementos simbólicos, e incluso el miedo a la
venganza privada era una de las razones para que se procediera al cumplimiento
de los acuerdos. Una influencia mucho más modernizadora supuso la del Derecho
canónico, que mantenía la obligación de veracidad y la de respetar la palabra
dada. En la recepción del Derecho canónico se pretendía ir ‘vistiendo’ los nudum
pactum romanos, hasta llegar a los pacta vestita. Hay que tener en
cuenta que la figura actual del contrato, tal como la conocemos, no deriva de
los contractus romanos, sino de los pactos. Así, en las Decretales del
papa Gregorio IX (1234) se sancionaba la obligatoriedad de respetar los pactos
cuando se adoptaran mediante juramento. El problema en este caso derivaba de
que los pactos se debían cumplir, no por su fuerza obligatoria, sino por
subordinarse al juramento del que emanaba el auténtico vínculo jurídico, por lo
que no quedaba clara la solución cuando se hiciera un pacto inválido a la luz
del Derecho, unido a un juramento válido.
En el ámbito del Derecho
mercantil existían los tribunales de comercio para juzgar todas las materias
que le concernieran y su jurisprudencia fue la primera en reconocer que solus
consensus obligat (‘basta el acuerdo para obligar’). Por las exigencias del
tráfico mercantil, no se podía vincular la eficacia jurídica de los pactos al
cumplimiento de ciertas formalidades y por ello es claro que en esta rama del
Derecho se comenzara a admitir la eficacia de los simples pactos.
En la edad moderna, los
teóricos del Derecho natural, que en cierta medida secularizaron las ideas
previas al Derecho canónico, admitieron sin reserva la voluntad como fuente de
obligaciones. Fue Hugo Grocio quien en su obra De iure bello a.C. pacis
fundó todo su sistema en la “necesidad de cumplir las propias promesas”.
Aparece por tanto el contrato como categoría donde el pilar básico es la simple
voluntad de obligarse. Estas ideas se mostraron en consonancia con el
pensamiento individualista y revolucionario de todos los juristas que
influyeron en la redacción del Código de Napoleón (1804), como Domat o Pothier.
Hemos de recordar que en esta época el contrato era una institución tan
valorada, que incluso se situaba en el fundamento constitutivo de la sociedad
política (el contrato social) o se hablaba del matrimonio como contrato
matrimonial. Fruto de todas estas influencias, el artículo 1134 de dicho Código
afirma: “las convenciones formuladas conforme a las exigencias de la legalidad
adquieren fuerza de ley entre las partes”. Este artículo supone una definición
de la moderna categoría del contrato, que además gozaba de grandes virtudes
para los revolucionarios, pues rompía obstáculos para la contratación del
Antiguo Régimen y favorecía a la clase en ascenso, la burguesía, reforzando la
dinámica del desarrollo industrial. De este modo se llegó al concepto de
contrato hoy vigente que ha pasado a todos los códigos modernos y que puede
sintetizarse con palabras sencillas en la fórmula antes citada: acuerdo de
voluntades destinado a producir efectos jurídicos.
En la actualidad se habla
de la crisis de la figura del contrato, o más bien, de la crisis de los
presupuestos que originaron el contrato. De hecho, el acuerdo que representa la
base del contrato, se suponía que debía tener lugar entre voluntades libres e
iguales, lo cual no es del todo cierto hoy en día. La realidad social muestra
que la libertad, a la hora de contratar, no existe o está muy limitada en casos.
Por ejemplo, en los contratos de suministros de gas, agua, electricidad, en los
que es habitual que operen compañías en régimen de monopolio, o en otros, donde
solo se alcanza una cierta capacidad para elegir entre unos muy reducidos
oferentes (por ejemplo, las compañías aéreas). Por otro lado, la igualdad no
existe tampoco entre un empleador y alguien que necesita trabajar para ganar su
sustento o entre un banco y una persona necesitada de un préstamo. De todo ello
se deduce que si bien la figura general del contrato sigue vigente, se han
creado otras modalidades de acuerdo como son los contratos en masa, forzosos,
normados o normativos. También los legisladores han acogido esta problemática
dictando leyes que en muchos aspectos limitan la antigua autonomía contractual
donde sólo la voluntad dictaba el contenido de los pactos y compromisos, como
las leyes en defensa de la competencia o las de protección de consumidores.
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